Alfonso I el Batallador ingresó por méritos propios en esa particular mitología de la Reconquista, un selecto y refinado club hecho de arrojo y leyenda a partes iguales
ADALID DE LA RECONQUISTA
Durante cerca de dos décadas, entre 1118 y su muerte, Alfonso I hizo honor al sobrenombre que le brindaría la Historia: el Bata
llador. La Crónica de San Juan de la Peña (escrita a iniciativa de Pedro IV el Ceremo
nioso –s. XIV) no escatimaba elogios a su persona: “Clamábanlo don Alfonso batallador porque en Espayna no ovo tan buen cavallero que veynte nueve batallas vençió”. Veintinueve batallas, nada menos…
¿Quién sino él pudo recuperar Zaragoza en 1118, y tomar en sucesivas campañas Tudela, Tarazona, Calatayud y Da- roca? ¿Quién sino él pudo trazar el golpe maestro de Cutanda, por el que las tropas aragonesas derrotaron a las fuerzas musulmanas que, desde Valencia, se aprestaban de nuevo hacia la anhelada Zaragoza? ¿Y quién pudo discurrir, en una fecha tan temprana como 1125, una expedición tan osada como la que llevó a sus huestes a Valencia, Murcia y Andalucía, y que, de acuerdo con las fuentes musulmanas, incluyó un paseo del monarca por la costa de Vélez-málaga?
Alfonso I el Batallador ingresó por méritos propios en esa particular mitología
1. Urraca de Castilla. La hija de Alfonso VI de Castilla se enfrentó a su esposo Alfonso I de Aragón.
2. El Cid Campeador. Su figura corre paralela a la del Batallador. 3. Alfonso VII. Hijo de Urraca y Raimundo de Borgoña, fue coronado Im
perator Hispaniae en 1135. 4. El Palacio de la Aljafería. Fue construido en la segunda mitad del siglo XI por la dinastía Banu Hud. 5. Los
almorávides. Su imperio se extendió a lo largo de los siglos XI y XII. 6. Sepulcro de Raimun
do de Borgoña. Se encuentra en la catedral de Santiago de Compostela.
de la Reconquista, un selecto y refinado club hecho de arrojo y leyenda a partes iguales.
Las hazañas del imperator –título al que renunciaría en 1127, por el pacto de Tamara– fueron tantas, que su sola mención serviría para dar forma y fin a este artículo. Gracias a un prodigioso estudio de José Ángel Lema Pueyo, de la Universidad del País Vasco, podemos seguir El itinerario de Alfonso I el Batallador (1104
1134) a lo largo y ancho de la Península; y, durante su lectura, el asombro corre paralelo a la incredulidad por semejante trasiego: “Allá donde se desplazaba el monarca, se trasladaba la dirección de los asuntos de gobierno. Alfonso I constituye un caso ejemplar a este respecto, pues puede afirmarse que ‘quemó’ sus fuerzas y energías viajando por España y el Midi de Francia”.
Treinta años de reinado, con sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus errores, su coraje y sus vacilaciones, que concluyeron cuando, en 1134, sufrió la mayor derrota de su carrera de armas, en Fraga, una importante plaza que había ganado a principios de 1133 y perdido pocos meses más tarde. Pues bien: el 17 de julio de 1134, un contraataque almorávide destruyó al valeroso ejército del rey, quien, pese a sobrevivir a la catástrofe, sufrió graves heridas que pusieron fin a sus días el 7 de septiembre de ese mismo año, en una pequeña aldea entre Sariñena y Grañén. Tenía sesenta y un años: “A la muerte del Batallador, en septiembre de 1134, como consecuencia de las heridas recibidas en la derrota de Fraga, se produce un enorme caos político y militar en todo el reino. Además del rey mueren una parte importante de los jefes militares que le acompañaban. Por su parte los almorávides reaccionan recuperando algunos territorios”, señala el catedrático Pascual Crespo Vicente en