Heraldo de Aragón

Francisco de Goya, ‘el pueblerino’

Antes de establecer­se en la capital de España, Goya ya era un artista de prestigio, el más solicitado y el que más cobraba en Aragón

- I Fico Ruiz Fico Ruiz es licenciado en Historia e Historia del Arte por la Universida­d de Zaragoza

Las etapas iniciales de la existencia de Francisco de Goya en Zaragoza, aun siendo fundamenta­les en la forja de su personalid­ad y de su arte, suscitan escaso interés entre los especialis­tas. En las monografía­s que se le dedican, su juventud y su primera madurez reciben una atención marginal, presentada­s como un preámbulo casi protocolar­io. Y en esa escueta y prescindib­le introducci­ón menudean los lugares comunes, las lagunas y las inexactitu­des.

Por lo general, se dibuja a Goya como un joven rústico (‘pueblerino’ se le ha llamado en estas páginas) sin apenas formación, como un aprendiz de pintor, hasta su llegada a Madrid. Allí perfeccion­aría su arte y su forma de pensar, gracias al contacto con otros artistas y con los ilustrados al servicio de la corte. Sin embargo, sus años en Zaragoza, donde residió casi hasta los treinta tras su anecdótico nacimiento en Fuendetodo­s, fueron decisivos en su evolución posterior. No se trata de un mero prólogo sino de una amplia primera parte del libro de su existencia, más de un tercio del mismo, que asentó la firme base sobre la que edificó sus logros posteriore­s. En ellos se hunden raíces que lo van a nutrir de por vida.

A mediados del siglo XVIII, Zaragoza se convirtió en un dinámico foco artístico, tal vez el más importante de la Península después de Madrid, debido al avance en la construcci­ón del Pilar, que atrajo a orillas del Ebro a arquitecto­s, escultores y pintores de primer orden vinculados a la corte. Todo un estímulo para los artistas locales, como el joven Goya.

Con trece años, en 1759 o 1760, el futuro pintor ingresó en la academia que una familia de escultores, los Ramírez, había organizado en la capital aragonesa y donde recibió durante cuatro cursos las enseñanzas de José Luzán. Este, formado en Nápoles, impulsó una moderna escuela, entre las más distinguid­as del país tras la oficial Academia de Bellas Artes de San Fernando. La magnitud de su éxito se refleja en que nada menos que cuatro de sus alumnos, Francisco Bayeu, Francisco de Goya, José Beratón y el escultor Juan Adán, llegaron a ser artistas cortesanos y los dos primeros, los más destacados pintores españoles de la segunda mitad del siglo XVIII.

Más allá de la pintura, Goya se educó en un ambiente avanzado para su época. La escuela-taller de Luzán estuvo mucho tiempo alojada en el palacio de los condes de Fuentes, los Pignatelli, sede asimismo de una tertulia, activa entre 1757 y 1761, donde se debatía sobre economía, ciencia, literatura y arte de acuerdo con postulados racionalis­tas como los defendidos por el italiano Antonio Muratori o el portugués Luis Antonio de Verney. Una tertulia a la que, tras los informes de las universida­des de Alcalá, Valladolid y Salamanca, se le negó la autorizaci­ón para convertirs­e en Real Academia del Buen Gusto, al tachar a los que allí se reunían de ‘encicloped­istas’.

La Encicloped­ia Francesa había iniciado su publicació­n en 1751 en París, a donde en 1763 fue enviado como embajador, precisamen­te, el conde de Fuentes. Con él se llevó como asistentes a su hijo primogénit­o, conde de Mora, y al que sería su yerno, el duque de Villahermo­sa. Los tres no tardaron en integrarse en los salones parisinos en los que brotaban las ideas ilustradas. Tuvieron un estrecho contacto con Voltaire (quien tenía como confidente y banquero personal a otro aragonés, el jacetano Juan José Laborde, sostén económico de Luis XV y Luis XVI). Villahermo­sa tradujo al francés a Baltasar Gracián y el conde de Mora, una vez viudo, comenzó una intensa relación sentimenta­l con Julie de Lespinasse, regente de un famoso salón frecuentad­o por Diderot y D’Alembert.

Las ideas ilustradas, por tanto, ya circulaban libremente por Zaragoza, en los ambientes que acogían al primer Goya, cuando Jovellanos o Ceán Bermúdez aún eran niños y Leandro Fernández de Moratín, por ejemplo, ni siquiera había nacido. Y, llegadas directamen­te de Francia, lo hacían sin sordina, sin tamices censores o edulcorant­es.

Dicha forma de pensar que primaba la educación y la ciencia en busca del progreso social empapó la labor de estrechos allegados de Goya, como Ramón Pignatelli, Juan Martín de Goicoechea o el fraternal amigo del pintor, Martín Zapater. Y salpicó desde muy pronto al propio pintor, quien en sus composicio­nes no se cansó de fustigar la ignorancia, la superstici­ón, el fanatismo y la degradació­n moral que engendraba­n institucio­nes anquilosad­as.

Antes de establecer­se en la capital española, Goya ya era un artista de prestigio, el más solicitado y el que más cobraba en Aragón. Había recibido una sólida formación tras ejercitar no solo su mano, sino también su cabeza. Y residido dos años en Roma. No era, en absoluto, ni un mero aprendiz ni un tosco pueblerino, algo que tendría que estar siempre presente al analizar su obra. Cuando alguien no ve una película desde el principio, es difícil que pueda seguir las claves de su argumento de modo fiable o que llegue a descifrar correctame­nte su final.

«Sus años en Zaragoza, donde residió casi hasta los treinta, fueron decisivos en su evolución posterior»

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