Heraldo de Aragón

Un Greco en Valdefierr­o

- César Pérez Gracia

Zaragoza está abarrotada de prodigios triviales. No es lo mismo verla con la tontuna de los veinte años, cuando uno cree comerse el mundo, que verla con setenta abriles.

Hace uno o dos siglos, entré en San Gil con mi maestro Julián Gállego, y una dama se acercó, cordial y efusiva, a saludarlo porque tenía pico de oro para disipar la grisura del mundo. Lo mismo le daba Venecia que Florencia, París que Londres, nadie conocía la historia del arte como JG. Esa dama le había escuchado la tarde anterior en una conferenci­a sobre Las Meninas o San Rocco de Venecia. JG tuvo la osadía de pronunciar en el Aula Magna de la Sorbona una lección sobre el malagueño Picasso en español. Todo el mundo daba por hecho que hablaría en francés. A saber qué demonio baturro le tentó para en el último minuto cambiar de idea. En España había tiranía absoluta. Qué cosa tan rara. Salvando las distancias, De Gaulle ejercía algo muy similar en Francia. Con su osado Picasso en español salió por la puerta grande. El mero uso del español en París en esa época, años 60, era puro arrebato de la libertad española. Lo mismo que los liberales desterrado­s en París o Londres con Fernando VII. La historia se repetía. Qué cosa tan rara.

Excuse el discreto lector todo este preámbulo. El profesor Gállego me enseñó la sacristía versallesc­a de San Gil. En San Gil fue confirmado el niño Lucientes y allí se bautizaron casi todos sus hermanos. Fue la parroquia de su familia durante toda su infancia y mocedad. En esa misma calle publicó sus libros furtivos Gracián. ‘El Criticón’, la Biblia furtiva del pesimismo baturro. Baroja se burlaba de la pervivenci­a de la urbe barroca tras los Sitios. Sin exagerar, voló media ciudad, media memoria. Se suple ese trauma con narcisismo aldeano y absurda presunción.

Una tarde recibí un mensaje. Cierto clérigo ilustrado quería mostrarme un icono bizantino guardado como oro en paño. Le hice una foto y se la pasé a un experto en el Greco. Sabemos que Velázquez pintó en Zaragoza un retrato a una dama necia y presumida, pero no sabemos si el Greco pintó el retrato de Zurita, que fue secretario del cardenal Tavera en Toledo o si el niño Gracián llegó a jugar por la ciudad del Tajo con el hijo del pintor griego.

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