Choque de trenes en la alta magistratura
Hace poco más de un año, se produjo, en virtud del turnismo impuesto por el fáctico bipartidismo, y al modo de la Restauración, la llegada de la mayoría progresista al Tribunal Constitucional. En tiempo récord, con inusitado frenesí, han dado respuesta a temas que permanecían en el olvido de los magistrados anteriores, temas peliagudos, como el aborto, la eutanasia, la educación o el gobierno de los jueces. Pero además, con ese mismo sesgo, han dado respuesta recientemente a otras cuestiones que han supuesto un nuevo eslabón de la cadena de choque de trenes entre nuestro más alto tribunal jurisdiccional y el tribunal de garantías. Pese a que la Constitución es clara al respecto –el Tribunal Supremo, con jurisdicción en toda España, es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales–, el Supremo ha sufrido dos fuertes varapalos que dejan a los exégetas del derecho en la más absoluta perplejidad; no solo por la anulación de la pena accesoria de inhabilitación impuesta al exdiputado Alberto Rodríguez, sino porque el Constitucional ha vuelto a imponerse en un choque frontal de criterios. Sorprendentemente (o no tanto), esta vez el Constitucional anula una decisión que el Supremo adoptó por unanimidad de los 16 magistrados de su Sala de lo Penal en 2020, con relación a estimar el recurso de amparo planteado por Arnaldo Otegi y no repetir un juicio contra él. Cabría pensar que el Constitucional ha alterado el equilibrio entre los órganos constitucionales autoconcediéndose un poder, el de interpretar la legalidad ordinaria, que la Constitución no le otorga. El conflicto institucional planteado es muy grave (como en otras ocasiones) y contribuye, sin duda alguna, al desprestigio de uno de los poderes nucleares del Estado democrático. Diego-León Guallart Ardanuy ZARAGOZA