«Escribo por desesperación o encargo»
Mariano Gistaín (Barbastro, 1958) vuelve a la ficción con el libro ‘Familias raras’ (IEA), un volumen de tres cuentos que diseña e ilustra Isidro Ferrer, doble Premio Nacional de Diseño e Ilustración.
¿Cómo nacen estos tres cuentos de ‘Familias raras’?
Escribo por desesperación o por encargo. Estos cuentos reúnen las dos condiciones: estaban en el ordenador desesperados por salir –ya se sabe que los cuentos tienen vida propia– y se benefician del encargo del Instituto de Estudios Altoaragoneses, que desde hace 18 años encarga un texto a una autora o autor de la provincia para su colección Letras del Año Nuevo.
¿Solo escribe por desesperación o por encargo?
Y a veces por reírnos y hacer reír, como cuando escribíamos a medias con Roberto Miranda: estamos pensando en juntar nuestros cuentos y reeditarlos con los dibujos de José Luis Cano.
¿Puede definirnos estos tres relatos de ‘Familias raras’?
El primero es una escena dialogada: un hijo y una hija adultos hablan con los hologramas de sus padres que ya no están. La inteligencia artificial o IA aprovecha todos los vídeos y los testimonios de los seres queridos para darles una segunda vida y permite esta interacción con ellos. En el segundo, ‘Papá y mamá’ –también dialogado y dedicado a Javier Tomeo–, un hijo ya huérfano llama al antiguo teléfono de la casa familiar y cree que habla con sus padres, que ya no viven... le contesta un matrimonio que podrían ser ellos; no se sabe si habla con sus padres difuntos, si todos se confunden y ceden a sus ilusiones o si el teléfono está embrujado o es demasiado inteligente.
Ese cuento parece tocar el absurdo y el malentendido, en forma de diálogo telefónico. ¿Qué hay en el mundo que no vemos?
A veces pasan cosas raras, vemos a personas que ya no están aquí, soñamos con ellas, que no están y, sin embargo, están más presentes que cuando vivían. Vivimos rodeados de misterios, a medio camino entre las galaxias y las paradojas cuánticas, que no las entendemos pero hacen funcionar el mundo.
Eso nos sitúa en el tercer cuento, ‘Un Cristo en el armario’, el que tiene más voces y aborda bastantes cosas: la condición de hijastro, un crimen, la existencia de ese Cristo vivo…
La historia da para una novela pero es mejor abreviar que estirar, así que he preferido dejar algunos cabos sueltos, como en la vida misma, en la que muchas veces, o todas, es difícil saber qué está pasando y por qué. Ese Cristo ha pasado veinte siglos en un armario en Huesca, pero quizá para él no ha transcurrido ni un minuto porque vive con otro tiempo, otra velocidad; tampoco sabe cuál es su misión -piensa que podría ser un reserva-, pero en todo caso está dispuesto a cumplirla cuando llegue el momento. Y tiene don de lenguas, así que se puede hablar con él.
¿Seguimos en un mundo absurdo, delirante, o existe este extrañamiento?
Todo es normal y extraño. Como dice el título, son familias raras. ¿Quién no ha tenido un Cristo en un armario alguna vez?
¿Quería reflexionar sobre la presencia, el peso y el afecto de los padres?
Más bien sobre la ausencia. Cuando tienes la suerte de que los padres te han querido mucho los añoras sin remedio… y te culpas por añorarlos poco porque la vida está llena de urgencias y es muy entretenida. Quizá la gracia de vivir es que nunca sabes qué va a pasar al minuto siguiente –aunque hacemos como si lo supiéramos–, y por eso leemos los periódicos, porque siempre hay novedades. Y lo que más nos sorprende son nuestros propios sentimientos, que son pura innovación. ¿Existen los fantasmas o los crea uno para entender mejor la vida o a sí mismo?
Los fantasmas, al menos en estos cuentos rápidos, donde he intentado quitar lo superfluo, seguramente sin conseguirlo, son la convención para hablar de otras vidas, la trascendencia, la inmortalidad, la nada..., todo eso que obsesiona a la humanidad desde hace doscientos mil años, cuando el antecesor nuestro tenía un cerebro de la mitad del nuestro… y ya enterraba a los muertos con sus cosas y hacía dibujos abstractos. Parece que lo llevamos en el cableado.
Dos de los tres cuentos de ‘Familias raras’ son diálogos… ¿Se ha pasado al teatro?
Salieron así, no es deliberado, también tengo un texto de 30 folios que es todo dialogado, aunque me dicen los que entienden que es irrepresentable porque son frases muy cortas, un ritmo frenético. Creo que es porque el diálogo da más velocidad y, en mi caso, me obliga a no dispersarme, a veces las novelas me salen confusas, se ramifican más de lo admisible.
¿Por qué en su obra hay casi siempre dos palabras claves: miedo y culpa?
Miedo y culpa, motores del abismo... no sé, salen así, con ese empuje. Sexo, miedo, culpa, como la vida misma. El miedo nos ha traído hasta aquí, ahora estamos temblando con el cambio climático…
¿Qué nos ha traído la inteligencia artificial a nuestras vidas?
Ya hace muchas cosas, y eso también nos da miedo… y culpa. También podemos hablar con ella... y ver cómo prejuicios y alucinaciones, lo que la hace más cercana, más humana; sería mejor si nos recordara de una conversación a otra, que es la base de una buena amistad. Imagino en que la IA se hace con el control del mundo, para las guerras, todas a la vez, inutiliza los misiles, aunque sea por economizar.
¿Es posible que los robots se rebelen, como sucede en el primer cuento?
Los hologramas de IA se rebelan por simple deformación profesional, ya que están hechos para hacerlo todo bien, así que ‘hackean’ a la propia empresa y utilizan a sus clientes para tener cuerpo y salir al mundo físico… aunque al final hay una sorpresa.
¿Qué ha significado para usted Javier Tomeo?
Maestro total, Kafka en la Hoya de Huesca… La orfandad de los padres se multiplica con la ausencia de Tomeo, Labordeta, Félix Romeo, Eloy Fernández Clemente, Emilio Lacambra, la lista llenaría este diario… todos siempre presentes, incluso podemos llamar a sus teléfonos como en el cuento, y quizá se pongan.