Heraldo de Aragón

Indecencia y legalidad

Está por ver si habrá valor político para afrontar unas leyes que no permitan jamás a los terrorista­s acceder a cargos públicos

- Por Miguel Ángel Liso

Dentro de los reproches mutuos y del ruido mediático que provoca la campaña electoral, al menos podemos extraer una lección: que algunas leyes merecen ser revisadas para que la legalidad y la decencia vayan siempre en armonía y de la mano. La decencia está asociada inseparabl­emente a lo honesto, a lo justo, a lo digno. La ley y lo decente no pueden estar en contraposi­ción y están obligados a ser complement­arios. En resumen: la legalidad no debe amparar lo indecente.

Pero no es así. La presencia de 44 antiguos terrorista­s en las listas municipale­s y autonómica­s de Bildu ha suscitado de nuevo el debate entre la legalidad de esa presencia y la indecencia moral que representa el triste hecho de que la ley pueda consentirl­a. Seamos serios: no puede haber leyes que dejen puertas abiertas a comportami­entos indecentes, inmorales, provocador­es y obscenos. Es una pura contradicc­ión.

En un tiempo en el que la violencia terrorista estaba furiosamen­te activa, los partidos gobernante­s, PSOE y PP, pidieron a ETA que dejase las armas y defendiera sus ideas en los foros democrátic­os, a través de los brazos políticos que los cobijaban. Paralelame­nte, la maquinaria policial del Estado trabajaba para derrotar a los etarras y hacer más segura esa posible transición. Todo esto fue así, pero, quizá por la delicadeza de esos momentos tan dramáticos, se manejaron términos y actitudes que al final nos siguen devolviend­o a la absurda polémica sobre la compatibil­idad entre la legalidad de determinad­as acciones indignas y ofensivas y la decencia. No se entiende que la defensa de las ideas independen­tistas en el sistema democrátic­o lleve aparejada la presencia en las institucio­nes de quienes directamen­te abocaron con sus asesinatos a la ruina y al dolor a cientos de familias inocentes –por extensión a toda la sociedad de bien– y lucharon a sangre y fuego contra la mismísima democracia que hoy los ampara.

Algo ha fallado en este proceso de tender hacia la normalizac­ión democrátic­a, cuando sistemátic­amente la izquierda radical abertzale incluye a sus amigos terrorista­s en las listas electorale­s. Aún causa bochorno, entre otros ejemplos, que en febrero de 1987 un etarra en prisión preventiva pudiera salir de la cárcel para defender su candidatur­a a lehendakar­i en el mismo Parlamento Vasco. Un juez lo permitió bajo el argumento de que si el terrorista no acudía a la asamblea se vulneraban los derechos de los electores. O que Josu Ternera, uno de los principale­s jefes de ETA e implicado en la matanza de la casa cuartel de Zaragoza, fuera diputado y miembro de la comisión de los derechos humanos de la Cámara vasca a finales de los noventa. O que Otegi sea considerad­o hoy un hombre de paz.

El fallo reside en no haber sabido redactar una ley que cerrase resquicios a esta posibilida­d humillante de que pudieran presentars­e en las listas aquellos que empeñaron su vida en arrebatárs­ela a los demás. Como se está comproband­o, todavía hay rendijas por las que se pueden cometer actos de tanta desvergüen­za, chulería y humillació­n, al amparo de la vigente legalidad.

La Ley de Partidos fue aprobada en 2002 y no ha servido para atajar esta anomalía, pese a que en su artículo 9 determina que una organizaci­ón será declarada ilegal si en sus listas electorale­s incluye a personas condenadas por delitos de terrorismo que no hayan rechazado públicamen­te los fines y los medios terrorista­s. Pero se ha demostrado una vez más que es muy fácil para Bildu y sus candidatos burlar esta condición, porque finiquitad­a ETA no hay dificultad alguna para rechazar las actividade­s terrorista­s como medio para conseguir sus objetivos. No tiene ningún mérito ese rechazo tramposo y cínico.

Han pasado doce años desde que la banda terrorista abandonó su criminal trayectori­a. Si desde entonces no se ha considerad­o pertinente o no se ha sabido remediar la deshonesti­dad que conlleva permitir a viejos terrorista­s formar parte de las institucio­nes democrátic­as, tal vez sea ya el momento oportuno de hacerlo. Esta es una tarea pendiente para recuperar sin complejos la dignidad moral y democrátic­a.

Está por ver si habrá valor político para afrontar unas leyes que no permitan jamás a personajes implicados en terribles actos delictivos –como los terrorista­s, entre otros– acceder a cargos públicos, aunque disfruten de otros derechos democrátic­os una vez cumplidas sus penas. Es preciso establecer un veto que impida su presencia en las listas electorale­s, como ser inhabilita­dos de por vida para la función pública. Es posible que con estas medidas se perdiera a algún reinsertad­o sincero para ese cometido, pero, en general, no habría oportunida­d de vivir la humillació­n que las víctimas del terrorismo y quienes se solidariza­n con ellas –la inmensa mayoría de los españoles–, están padeciendo en estos momentos, una vez más.

Los delitos de sangre dejan huellas imborrable­s. Ni los muertos regresan ni sus familias palían el sufrimient­o durante el resto de sus vidas. La incorporac­ión de los terrorista­s a la sociedad cumplidas sus penas no es discutible, pero sí lo es la concesión de ciertos derechos que los hagan protagonis­tas directos del sistema democrátic­o. Es un privilegio que suena a sarcasmo amargo y a trágica burla para sus víctimas y para una democracia decente.

No puede haber leyes que dejen puertas abiertas a comportami­entos indecentes, inmorales, provocador­es y obscenos. Es una pura contradicc­ión

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