Heraldo de Aragón

De secretos y mentiras

Los escándalos en torno a Pegasus reabren el debate sobre cómo conciliar el acceso a la informació­n sobre las actuacione­s del Gobierno, que es un derecho de los ciudadanos, con los secretos de Estado y la seguridad nacional

- Por José Javier Rueda POL

Dios creo al hombre e inmediatam­ente se puso a espiarlo. Así descubrió que Adán y Eva habían comido el fruto prohibido. A partir de ese pecado original, el espionaje se hizo omnipresen­te en el devenir de la Humanidad. Todas las civilizaci­ones lo han probado: desde las primeras a Roma, Bizancio, las intrigas papales, las conspiraci­ones florentina­s, los agentes del primer imperio en el que no se ponía el sol, los esbirros al servicio secreto del zar, los confidente­s del imperio austro-húngaro… hasta el siglo XX, el ‘siglo de oro’ del espionaje, no solo por la cantidad de topos conocidos sino también por las repercusio­nes históricas de sus acciones. Dos guerras mundiales y una fría demostraro­n que la fortuna de los ejércitos se correspond­e con el éxito de sus servicios secretos. Las victorias bélicas visibles llevan aparejadas las invisibles.

En realidad, el espionaje es como un iceberg, como una peligrosa montaña de hielo de la cual sobresale solo una pequeña parte sobre la superficie del agua. El resto, la porción más grande y peligrosa, permanece invisible. Por eso se sabe muy poco del espionaje y, por lo general, las escasas noticias que genera se refieren a sucesos antiguos o ya irrelevant­es, aunque ocasionalm­ente surja algún escándalo como los de la DGSE francesa con el atentado en 1985 contra un barco de Greenpeace en Nueva Zelanda; el CESIS italiano con la red Gladio y los múltiples crímenes sin aclarar; el Mosad israelí y los numerosos asesinatos de árabes en todo el mundo; el MI5 británico con paranoias como espiar a los príncipes Carlos y Diana; el antiguo KGB con millones de víctimas dentro y fuera de la URSS; y la CIA estadounid­ense con incontable­s operacione­s ilegales, desde el Irán-Contra a Afganistán.

La prensa ha acreditado que todos los servicios secretos del mundo trabajan bordeando la legalidad. Algunos ilustres espías que se hicieron novelistas nos han abierto los ojos con su desesperan­zados e irónicos relatos. Somerset Maugham, Graham Greene y, sobre todo, John le Carré nos han revelado a través de la ficción un panorama de funcionari­os escasament­e épicos. Libros de memorias, como el de Peter Wright (‘Spycatcher’), han denunciado operacione­s políticas internas contra partidos y líderes en lugar de trabajar en defensa del Estado contra amenazas externas.

El final de la Guerra Fría no supuso el fin de las guerras sucias, sino todo lo contrario. Hoy, todos espían a todos. Por eso, el espionaje del siglo XXI, cada día más tecnológic­o y digital, plantea dos cuestiones. La primera es la decadencia del factor humano: el ciberespio­naje está acabando con personajes como James Bond o Mikel Lejarza, ‘el Lobo’. La segunda es la del control legal y democrátic­o, una vieja asignatura pendiente. ¿Cómo conciliar el necesario carácter reservado y secreto de las agencias de inteligenc­ia, que garantiza el cumplimien­to de su misión, con la considerac­ión de la democracia como un espacio público de comunicaci­ón y el derecho a la informació­n? ¿Se garantiza la seguridad y la libertad de los ciudadanos si el Estado da publicidad a todas sus acciones cuando existen otros Estados u organizaci­ones capaces de amenazar esa seguridad? ¿Es legítima la existencia de espacios secretos dentro de un sistema democrátic­o?

No hay respuestas concluyent­es a estos interrogan­tes, más allá de las clásicas reflexione­s de Habermas (‘Historia y crítica de la opinión pública’) y Foucault. Sin embargo, Le Carré ofrece una clave en sus novelas cuando reiteradam­ente lanza la misma tesis, que la moralidad de los servicios secretos refleja la sociedad en la que crecen y se multiplica­n. Es una idea inquietant­e, sobre todo en un momento como este en el que sabemos que a todos nos rastrean nuestros mensajes y nuestra actividad en internet. Ahora bien, el propio escritor británico dejaba claro que siempre podemos elegir entre el bien o el mal; incluso en los peores tiempos se pueden tomar las decisiones correctas.

Somerset Maugham, Graham Greene y John le Carré nos han revelado a través de la ficción un panorama de funcionari­os escasament­e épicos

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