Harper's Bazaar (Spain)

La farmacia interior POR BORIS IZAGUIRRE

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Anteayer regresaba a Miami tras pasar dos semanas fantástica­s en Madrid.Arrancaron con una cena en honor de Penélope Cruz y terminaron con la dimisión de Pedro Sánchez al frente del Partido Socialista. No se puede pedir más. En Madrid pasa de todo.Y Miami es un pantano donde ciertament­e rejuvenece­s, pero no dejas de pensar si te sale a cuenta aburrirte tanto para estar bello. El hecho es que me detuve en la farmacia del aeropuerto, uno de mis sitios secretos favoritos. Nada me hace sentir más seguro que viajar con una bolsa de medicament­os nuevos.A veces se quedan en mi baño, sin abrir, durante años. Pero ese instante de consumo farmacéuti­co no tiene precio. En la Terminal 4 del aeropuerto Adolfo Suárez hay dos farmacias, una antes del control de seguridad y otra después. ¡Amo la farmacia interior! Me chifla porque puedes adquirir todos los líquidos que quieras, sin miedo a la capacidad. Es una adicción terrible pero, si se mira bien, mucho mas saludable que cargar con tres litros de vodka en cada escapada. Así que, en este ultimo viaje, me acerqué a comprar dos tubos de 300 ml de crema para los abdominale­s. Por supuesto, no la tenían: la venden en la exterior, para que nadie la compre porque no puede pasar los controles de líquidos debido a su tamaño. Sin embargo, la dependient­a se ofreció a buscarla ella misma y regresar al punto si esperaba diez minutos. Esperé, por supuesto, fngiendo buen rollo para que no fuera a contar que tengo mal carácter (no tengo dinero para un relaciones públicas, así que ejerzo por mi cuenta).Y entonces sucedió el flechazo. No era un millonario indio ni un petrolero venezolano con problemas de alopecia y con hacienda. Era un producto corrector de ojeras y drenante de bolsas. Estaba allí, entre cosméticos que no tenían nada que ver, solitario, casi triste, como esos miles de pasajeros que se observan en los aeropuerto­s, avanzando hacia la rutina que han dejado por unos días, arrastrand­o esos trolleys sin gana alguna. Decidí cogerlo. Las instruccio­nes para su uso venían en una letra tan ridículame­nte pequeña que tuve que pedir una lupa al compañero dependient­e que se había quedado de guardia. Malévolo, como la mayoría de los farmacéuti­cos en farmacias de aeropuerto­s, me ofreció unas gafas de esas que venden para la presbicia. Las rechacé. No se cómo, leí las instruccio­nes. “Aplicar una cantidad similar a un grano de arroz (muy importante para conseguir el mejor resultado). Expandirla muy bien y luego quedarse sin expresión durante tres minutos para alcanzar el máximo efecto tensor”. Tres minutos sin expresión, ¿sería capaz? Lo ensayé allí mismo. Quedaban cinco minutos más de espera para que llegase mi producto abdominal. Levanté mi barbilla y centré la vista sobre un cartel de alguna excompañer­a catódica vendiendo algo para adelgazar. Conseguí minuto y medio, hasta que una llamada de mi marido me hizo percatarme de que estaba a punto de perder el avión. Con ese susto, y súbito regreso a la realidad, atravesé el Atlántico chequeando de vez en cuando en el baño si de verdad estaba tan mal de bolsas para haberme gastado unos cuantos euros en la dichosa crema. Hay dos espejos en los que nunca debe uno mirarse: el de los ascensores y el del baño del avión.Te devuelven una persona destruida, atrapada en la ilusión de que estás observándo­te en el lugar equivocado. Cuando al fn llegué a mi departamen­to en South Beach, impulsivam­ente extraje mi nuevo producto e intenté dosifcar esa medida sugerida, la del grano de arroz. Por la descompren­sión, salió disparado medio envase, pero conseguí apañármela­s. De repente, toda la parte superior de mi cara se comprimió en algo que solo puedo comparar a la garra de Rita Barberá sobre el brazo de su escaño de senadora. Nunca he estado más tensado en mi vida. Pensé que si me daban una mala noticia no sería capaz de llorar. Ni de reír. Así y todo, me armé de valor y fui a una festa de treintañer­os en perenne descanso dominical. Al verme entrar, todos me dijeron:“¡Te has comprado la crema antibolsas de la farmacia interior del aeropuerto!”.

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En los pasillos de la T4 se encuentran algunos de los rincones favoritos del autor.
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