Granada Hoy

La Orquesta del Capitolio de Toulouse cierra el Festival con el postrero latido de Buckner

● El Festival de Música y Danza se despide hoy con la última entrega del ciclo sinfónico, un concierto de la Orquesta Nacional del Capitolio de Toulousse, dirigida por Peltokoski

- Juan José Ruiz Molinero

En el notable ciclo sinfónico ofrecido este año por el Festival de Música y Danza de Granada ha tenido protagonis­mo, como estaba obligado, el compositor austriaco Anton Bruckner, al cumplirse el 200 aniversari­o de su nacimiento. Cuatro de sus sinfonías han sido interpreta­das –o lo serán- por La Joven Orquesa Gustav Mahler, dirigida por Kiriln Petrenko (la Núm. 5); la Sinfónica RTVE, conducida por Christoph Eschenbach (Septima); Sinfónica de Castilla y León, comandada por Vasile Peltrenjo (Cuarta). Cerrara el ciclo y clausurará la 73 edición la Orquesta Nacional del Capitolio de Toulousse, dirigida por Tarino Peltokoski, abriendo el concierto con la Obertura de ‘Los maestros cantores de Núremberg’, de Wagner, y los ‘Últimos cuatro lieders`, de Richard Strauus, interpreta­dos por la soprano Elsa Dreisig. Peámbulo oportuno –por la inf luencia wagneriana y por ser también la última voz de Straussant­es de concentrar­se en la ‘Novena sinfonía, en Re menor`, incabada, y también último latido creador de un genio, cuyo Adagio deja un sentimient­o en el oyente de asistir a una confesión final de un autor cuya fe y espiritual­idad fue más fuerte que sus dudas ante las inf luencias que ejercieron los músicos de su tiempo, entre ellos, naturalmen­te, el mencionado Wagner,

En el año Bruckner, me permitiré anotar algunas ref lexiones realizadas sobre el compositor y su obra, utilizado parte de las notas publicadas el 4 de julio de 2008, con motivo de la oferta que hiciera Daniel Barenboim, de ofrecer las tres últimas sinfonías del austriaco, para completar las ejecutadas años anteriores con la Staatskape­lle de Belín, amén de recordar otras versiones de sus obras a lo largo de la historia del Festival. Y en este año creo oportuno, aprovechan­do la interpreta­ción de ese último latido musical del austriaco, recordar algo de su biografía, sus inf luencias, sus dudas también, que caracteriz­a su obra, especialme­nte sinfónica, que por su riqueza es predilecta de los directores de orquesta.

Josef Anton Bruckner nació en Asafelden el 4 de septiembre de 1824, en el seno de una familia de campesinos y artesanos de la Alta Austria, en la que tuvo que luchar denodadame­nte por su superviven­cia y educación, parte de ella autodidact­a, aunque recibiera formación como organista, desde su puesto de monaguillo en el colegio de San Florián y más tarde los ampliaría en Leipzig. Con su pobre bagaje educaciona­l le costó trabajo dedicarse a su verdadera vocación creativa. Apoyado en las recomendac­iones de Secheter empezó en 1861 a desmenuzar la múísica de su época, de la mano de Otto Kitzler, director de la orquesta del teatro de Linz. La música de su tiempo era la de Berlioz, Liszt y, naturalmen­te, Wagner, cuyo apasionami­ento por su obra tantas veces está ref lejado en su creación, aunque acabara imponiendo su propia personalid­ad, en aquella fe de carbonero, como algunos lo calificaro­n, no sólo desde el punto de vista religioso, sino por su fuerza en mantener sus ideas y sus principios. A pesar de esa fe sus dudas fueron enormes porque era demasiado peso competir con aquellos gigantes y, también, con los que lo tachaban de excesivo fervor wagneriano, poniendo a Brahms de contrapeso.

Quizá el reconocimi­ento absoluto de su genio fue tardío. Pero, al fin, tuvieron que admitir que el sinfonismo alcanzaría con él una dimensión plena, pese a esas inf luencias wagneriana­s Nueve sinfonías -a la que habrá que añadir la ‘Cero’-, un colosal ‘Réquiem’, un Magnificat , varias misas, un ‘Te deum’ , con el que, según especulaci­ones no confirmada­s, hubiese querido terminar su última sinfonía, aunque la tonalidad no cuadrase –obra, por cierto, dirigida por el granadino Gómez Martínez, el 4 de julio de 1981, en el Festival, con la Orquesta Nacional y el Orfeón Donostiarr­a- , y otras varias músicas religiosas, de cámara y corales de diversa entidad. Todas ellas dejan huella de una personalid­ad y un talento incuestion­able. Su forma de orquestar, muy wagneriana, no pueden hacer olvidar las inf luencias melódicas de Schubert, pero tampoco los antecedent­es de las sinfonías de Haynd, Beethoven e incluso Brahms, al que por cierto añadió a su ‘Séptima sinfonía` un ‘adagio’ en homenaje a la muerte del compositor alemán.

Las sinfonías de Bruckner son motivo de prueba para directores y orquestas. Su duración, la musicalida­d y el complejo entramado, a veces reiterativ­o, pueden justificar la frialdad con que en ocasiones se reciben. Por eso hay que exprimir la obra hasta sus límites, como ocurre en la ‘Octava’ –a mi juicio la más subyugante-, donde la Coda del Finale, que es una ampliación del tema principal del primer movimiento, puede considerar­se como uno de los momentos culminante­s del sinfonismo de todos los tiempos, como muy bien decía Sergio Celibidach­e. O como le afirmaba Barenboim, en julio de 2oo8, al admirado periodista y músico, prematuram­ente fallecido, Jesús Arias en este periódico: “Sin Bruckner no sería director de orquesta”.

Me centraré brevemente, pese a tantos momentos geniales de otras sinfonías. en la que cierra esta moche el recuerdo al compositor y clausura la 73 edición del Festival, la ‘Novena, en Re menor’, en la que estaba trabajando el mismo día en que murió. Aunque algunos críticos ven en ella un compendio de las demás, destaca, sobre las otras, por su intensidad religiosa y que por no haber sufrido modificaci­ones ni de él ni de sus alumnos, como ha ocurrido con la mayoría, podamos degustarla en su originalid­ad. Iniciada en 1887, el Adagio lo terminó en 1894. Se estrenó en Viena el 11 de febrero de 1903, seis años después de la muerte del autor. El primer movimiento –`Solemne misterioso`- ya revela, con su riqueza contrapunt­ística y su grandiosid­ad orquestal, esa dimensión de homenaje al Sumo Hacedor, como él insistiera. El ‘Scherzo`, disonante y un tanto aquelárric­o, -una lectura ‘romántica’ hablaría de inquietude­s del infierno- , nos sitúa en un mundo tenso, frenético, donde no hay lugar para la melodía. El ‘Adagio´ tiene una enervante inestabili­dad tonal, pero también la serenidad que le da el ‘Re’ mayor. Es un canto emotivo a la divinidad en la que él se refugia –como le enseñaron en la infancia- , sobre todo en sus momentos bajos y de soledad; una divinidad de la que espera una sentencia suave, la paz y la misericord­ia final. Con toda la emotividad de la música romántica, ese bellísimo Adagio, es un bálsamo supremo. No pierde sentido que la obra quedara inconclusa. Quizás las últimas notas inviten a la ref lexión y al recogimien­to. Y el oyente sale -como en la música dramática wagneriana que, insisto, tanto tiene que ver en la inspiració­n de Bruckner- con la convicción de haber asistido a uno de los momentos importante­s del mundo sinfónico, con el que se clausura una edición presidida por ese trascenden­tal capítulo que ha marcado lo mejor y más universal de la historia del Festival Internacio­nal de Música y Danza de Granada, como he afirmado en anteriores referencia­s, con el paso de las mejores orquestas, coros, directores y solistas de su tiempo, con programas importante­s, incluidos estrenos en España –como la tantas veces referida ‘Ontava’, de Mahler- o de autores contemporá­neos –no dejaré de mencionar el emocionant­e ‘Réquiem’, de García Román-, conmemorac­iones de centenario­s y aniversari­os de

los grandes creadores y obras de la historia de la música, entre los que no podía faltar, como era lógico, nuestro Manuel de Falla y su vinculacio­nes con Granada que tantas veces he recordado.

FÚTBOL EN PALACIO

Escrita la semblanza de la clausura del 73 Festival Internacio­nal de Música y Danza de Granada me llega la noticia del retraso del inicio del concierto a causa de la insólita retrasmisi­ón en el histórico Palacio de Carlos V, en pantalla gigante, de la final de la Copa Europea de Fútbol entre España e Inglaterra. Un retraso que no se sabe cuánto tiempo se prolongará porque cabe la posibilida­d de prórrogas y hasta lanzamient­o de penaltis.

Pero, al margen del retraso, cabe preguntars­e si un escenario como el de Palacio y un Festival Internacio­nal merece esa pleitesía a un acontecimi­ento deportivo, con la molestia que se le ocasione al público que le interese más la música que el fútbol, y no se sientan apasionado­s por este encuentro, sobre todo si son extranjero­s. Cambiar el concepto Música en Palacio por Fútbol en Palacio me parece excesivo. Hasta el escenario merece un respeto. Para un veterano crítico de la historia de este recinto, le parece insólita la decisión de cambiar la atención del oyente de un concierto – donde en el peor de los casos había toses o aplausos a destiempo- por gritos desaforado­s celebrando o lamentando goles o jugadas.

Es más, con un programa donde se rinde culto al último Bruckner, el de su inconclusa Novena Sinfonía, es muy difícil imaginar como un público que ha podido dar rienda suelta a sus pasiones futbolísti­cas, está preparado para recibir, a continuaci­ón, el mensaje del ‘adagio’ del compositor austriaco. En el mismo lugar y casi a la misma hora son absolutame­nte incompatib­les.

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G.H. La Orquesta Nacional del Capitolio de Toulousse.

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