GQ (Spain)

ANDRÉS VELENCOSO

Durante muchos años, le dio pudor mostar su trabajo como fotógrafo. Ahora, el modelo enseña sus fotos por primera vez en este portfolio.

- Andrés Velencoso

Durante muchos años no hablé de mis fotos por pudor. Quizá los prejuicios o la angustia al qué pensarán no me han dejado mostrar mi trabajo antes. ¿Cómo evitar cierta sensación de incomodida­d al referirme a mi propia obra? A veces, mis imágenes me hacían sentir desnudo; otras, recuerdo el momento en el que las hice como apenas un sueño.

Nos reunimos Daniel, director de esta revista, y yo el pasado diez de marzo en un bar junto a la redacción de Condé Nast, un día antes de mi cumpleaños y pocos antes del confinamie­nto. Qué extraño y qué lejos queda ahora ese momento. Por fin conseguimo­s sentarnos después de meses intentando vernos y buscar una fórmula para colaborar juntos. Llevo muchos años unido a GQ y queríamos darle una nueva forma a esta relación. Le comenté entonces que iba a estar unos días por Tossa de Mar, en Girona, y que aprovechar­ía para hacer limpieza de las fotos que tenía allí. Tal vez ése podría ser un primer paso.

Con el transcurso de los días, ese primer paso se convirtió en un salto enorme: no hice limpieza sino una selección que comparto ahora con todos vosotros. Con estas fotografía­s, todas realizadas por mí, abro una pequeña -e inédita- ventana a mi mundo. Son fotos íntimas, de viajes, de momento bonitos y retratos queridos que he conseguido ‘salvar’ de todas mis mudanzas. En el fondo, las veo y pienso que retratar a la gente es lo que más me gusta hacer, captarla en su entorno, atisbar un gesto, medir su luz. Es un segundo, a veces preparado, otras fugaz, en el que casi nunca sabías qué esperar tras disparar la cámara. Muchas veces, o todas quizá, lo único que busco es comunicarm­e a través de los otros.

No recuerdo la primera vez que llegó una cámara de fotos a mis manos, pero lo que sí recuerdo son los clientes del bar de mi padre que, después de varias sangrías de cava, comenzaban a darle rienda suelta a sus propios carretes de imágenes. Yo, casi siempre frente a ellos, comenzaba a preguntarm­e qué demonios era ese aparato maravillos­o. No fue hasta muchos años después, inspirado por los grandes de la fotografía con los que he tenido el honor de trabajar, que me puse a hurgar por los baúles de mi padre hasta dar con una Canon AE-1. Con esa cámara y un pequeño libro de bolsillo que compré en el Barnes&noble de Astor Place empezó todo. Después vino la Pentax 67-II que compré en Tokio de segunda mano (la tenía entre ceja y ceja porque era la que utilizaba el gran Bruce Weber) y finalmente la Leica M7, que la compré en Nueva York después de muchos años persiguién­dola. Estas son las tres cámaras que usé para hacer estas fotos, imágenes que tienen en común el blanco y negro, la luz natural y su carácter analógico. Todas ellas fueron sacadas entre 2008 y 2011.

No había vuelto a abrir ese cajón de fotos desde hacía años, pero sabía que estaban allí, esperando. Al volverlas a ver, mis recuerdos aparecen más ricos y vívidos que nunca. No sólo son fotos, son una parte de mi vida, una pequeña autobiogra­fía que latía en cada imagen. Hacer fotografía­s al final no es más que eso: recordar esos momentos y seguir buscando otros nuevos.

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