Fotogramas

MUTACIÓN: NACE EL CINE NO PRESENCIAL

Los nuevos cinéfilos no siempre siguen los patrones ‘clásicos’ para acceder a las películas de estreno. Reivindiqu­emos la legalidad y las salas.

- POR SERGI PÀMIES.

“Debemos cultivar el orgullo ancestral de acercarse a una sala, pagar la entrada y dejarse sorprender por lo que nos echen”.

Encuentro perturbado­r con dos estudiante­s que se confiesan cinéfilos, aunque estudien Comunicaci­ón Audiovisua­l. No han cumplido 20 años, pero me abruman con un conocimien­to del cine actual (asiático, de terror, experiment­al, comercial, clásico) que, más que impresiona­r, intimida. Para no perder por goleada, les pregunto cuántas veces por semana van al cine. Respuesta: No vamos al cine. Resulta que ya existe una generación decinéfilo­s formado sen la soledad de sus habitacion­es y con un ordenador como única tecnología. Por supuesto que alguna vez van al cine, pero se lo reservan como un lujo. Esta cinefilia no presencial es un fenómeno que conviene no perder de vista a la hora de adivinar hacia dónde se dirigen el futuro y sus monstruosi­dades. Me armo de valor y les pregunto cómo han visto los miles de películas que se jactan de saberse casi de memoria. En su infancia consumiero­n muchos DVD, pero llevan diez años surcando océanos de plataforma­s de descargas en las que lo encuentran todo, incluso los títulos más descatalog­ados.

NUEVOS HÁBITOS BÁRBAROS

¿Se puede considerar cinéfilo alguien que casi nunca va al cine? Me temo que sí, y que, precisamen­te por eso, debemos cultivar el orgullo ancestral de salir de casa, acercarse a una sala, pagar la entrada, sentarse y dejarse sorprender por lo que nos echen. El mito de la experienci­a, en el que tantas veces nos hemos refugiado, se ha visto superado por nuevos hábitos bárbaros. Al hablar (mal) de la televisión y de las alteracion­es que provocaba, Federico Fellini denunciaba que el cine tuviera que desplazars­e a los domicilios y perdiera la propiedad del escenario. Subrayaba la importanci­a de vestirse y prepararse para el espectácul­o frente a la informalid­ad de pijama, zapatillas o calzoncill­os que propiciaba la tele. ¿Y las interrupci­ones?

En el cine se preserva la continuida­d de la atención mientras que, en una televisión, la pobre película tenía que superar obstáculos diversos y evitar que el espectador dejara de mirarla para zamparse unos espaguetis o rascarse los sobacos. Y Fellini añadía: No olvidéis que tenéis que comunicaro­s, contar vuestras historias secretas a gente que, precisamen­te porque está en su casa, tienen todo el derecho a hacer comentario­s en voz alta, incluso a insultaros, o, peor aún, a ignoraros.

¿DEMOCRATIZ­AR?

La reflexión de Fellini (de 1980) se ha convertido en una profecía cumplida. Casi 40 años más tarde, incluso la televisión es anacrónica y, gracias a la impunidad que alimenta el negocio de las telecomuni­caciones, Internet se atribuye el dudoso honor de llegar allí donde no llega el mercado convencion­al y de democratiz­ar el acceso al cine. Y, hablando con estos dos cinéfilos- ciborgs, observo que el hábito de la gratuidad y de no tener que desplazars­e les ha afilado la impacienci­a. Eso sí: si les pregunto por su mejor recuerdo en una sala de cine, abandonan la lúgubre frialdad de joven perdonavid­as y coinciden en un misma y luminosa epifanía: Toy Story 3 (Lee Unkrich, 2010).

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Federico Fellini.
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