¿Prestaciones por desempleo o prestaciones para el empleo?
Se debate en el marco del diálogo social la reforma del sistema de prestaciones y subsidios por desempleo que debe impulsar el Gobierno. De ello depende cumplir las obligaciones asumidas por España para la llegada de fondos europeos. Reforma que embarrancó en el Congreso hace unos meses, ante la dificultad de generar consensos sobre su contenido. Se trata de una reforma no solo necesaria para cubrir el expediente europeo, sino que era una parte imprescindible de las que debíamos afrontar. Pero hubiera sido preferible hacerlo junto con otras, de forma integral, para configurar mejor nuestro modelo. Reforma laboral, reforma de la ley de empleo, y ahora prestaciones deberían configurar un mercado de trabajo más cercano al de las economías competitivas. Hacerlo de forma conjunta, con visión integral, hubiera sido objetivamente mejor, aunque por supuesto más complejo. Si tenemos políticas activas de empleo (formación, orientación) y políticas pasivas (prestaciones), ¿no tiene sentido regularlo conjuntamente en una misma Ley?
En la reforma que se debate se profundiza en la mejora de prestaciones y coberturas. Se recupera el mantenimiento de cotizaciones, un aspecto fundamental en determinadas franjas de edad para no condenar a la baja las futuras pensiones de personas desempleadas de más edad. Se propone una mejor cobertura para algunos colectivos con dificultades de especial atención, como mujeres víctimas de violencia de género o del sector agrario. Mejoras que además apuntan (y eso es interesante) hacia la mejora de la compatibilidad entre prestación y trabajo, medida que se ha mostrado eficaz para la activación laboral. Algunas propuestas sindicales de desindexación del Iprem de los importes mínimos y máximos tienen su sentido porque al final intentan garantizar que los importes de las prestaciones sean razonables. En eso probablemente todos estemos de acuerdo: prestaciones adecuadas. Cuestión distinta es para que las garantizamos.
Debemos recordar que las prestaciones ofrecen protección de la contingencia de desempleo en que se encuentren quienes, pudiendo y queriendo trabajar, pierdan su trabajo. Es decir, protegen de una situación imprevista y temporal a quienes quieren seguir trabajando. Y llegados ahí, una propuesta que no solo es etimológica sino de concepto seria cambiarles la denominación “prestaciones y subsidios de desempleo” por “prestaciones y subsidios para el empleo”. Es ver la cuestión en positivo, pero no solo el concepto sino el objetivo que debería perseguir: el empleo de la persona, poniendo la prestación como una más de las herramientas de la caja de los orientadores laborales de los servicios de empleo y fortaleciendo así el conjunto de políticas con medidas de mejora de la empleabilidad. Pero también, ahuyentando de las prestaciones a quienes no tengan intención de trabajar. Y por supuesto, si decidimos que deben reconocerse prestaciones públicas a determinados colectivos a partir de una determinada edad o situación familiar o económica antes de que lleguen a su jubilación, aunque no quieran trabajar, y podemos pagarlo, pues lo hacemos, pero de forma clara y sin los tapujos que a menudo esconde el sistema.
El derecho subjetivo al empleo que debemos garantizarnos –recogido en algunas leyes como la del País Vasco–, también debe implicar obligaciones y garantizarlas también nos hace justos. En algunos países con mejores tasas de desempleo la persona que percibe una prestación debe acudir semanalmente a las oficinas municipales para compartir con su “orientador de cabecera” las acciones que ha llevado a cabo para encontrar trabajo. La interrelación entre el sistema de empleo y las políticas para ayudar a superar esa situación y el perceptor de prestaciones en nuestro país es bajísima, y depende fundamentalmente de la decisión y actitud de la persona. Eso es también un dato objetivo.
Nuestra tasa de desempleo, poco propia de una economía desarrollada, lastra nuestra competitividad, encarece la factura de las prestaciones y hace que lideremos el volumen de fuerza laboral infrautilizada en la UE, además de dejar de lado el impulso de sectores creadores de empleo con vacantes sin cubrir. Quizás la explicación podría ser que el trabajo no ofrece incentivo y por tanto las personas deciden percibir prestaciones y no trabajar a pesar de que el trabajo vivifica el espíritu, porque el esfuerzo no se ve suficientemente recompensado. Pero puede también constatarse un exceso o complejidad de prestaciones, a menudo poco eficaces, y que algunas pueden estar llegando al umbral de los salarios de convenio. Por tanto, también deberíamos reflexionar sobre dónde ponemos los equilibrios.
De momento, en 2023 abonamos por desempleo 22.130,6 millones de euros en prestaciones a 1,8 millones de personas. Mucho menos de lo que invertimos en políticas activas de empleo, 2.803 millones de euros, la cifra más alta de la historia. Demasiada descompensación. El dato aumenta si consideramos otras prestaciones, pero nos sirve para expresar la idea de la Anomalía 90-10 en la inversión en políticas de empleo para afrontar los debates.
Mejorando prestaciones, mejorando coberturas, mejorando protección también podemos hacernos justos para el progreso si a la vez mejoramos sus objetivos y estas anomalías. Detrás del desempleo hay muchas desigualdades. El trabajo de calidad es siempre la mejor política social para resolverlas. Y dibujar un modelo más semejante al del primer mundo, donde se invierte más en políticas activas, de activación, de mejora de la empleabilidad y en los tránsitos de las personas hacia nuevos focos de empleo, y donde a la vez se exige más debería ser un eje de las reformas. Al final, si lo hacemos, incluso al gasto en prestaciones podremos llamarle inversión en la mejora de los proyectos vitales de las personas.