La sequía de inversiones de las dos últimas décadas nos pasa factura
En toda la retórica sobre “reconstruir mejor” y hacer que las economías sean “aptas”, “estratégicamente autónomas” y “resistentes”, hay una premisa no declarada pero trágica. Durante décadas, la mayoría de las economías avanzadas no construyeron su futuro, sino que languidecieron en una sequía de inversiones, cuyo escándalo es mayor por no ser reconocido.
Entre 1970 y 1989, el porcentaje del producto interior bruto dedicado a la inversión por seis de las siete mayores economías del mundo osciló entre el 22,6% de Estados Unidos y el 24,8% de Alemania. La séptima, Japón, fue la excepción, con un 35%.
Del G7, sólo Canadá ha mantenido este nivel de inversión: su 22,5% en este milenio apenas baja con respecto al 22,8% de entonces. Todos los demás sólo han conseguido igualar sus niveles de inversión de 1970-89 en cuatro casos: EEUU en los años de auge de 2000 y 2005-06, y Francia en 2021.
Sin embargo, estos últimos
20 años han sido la era de los costes de financiación más bajos de la historia, primero por la exuberancia del mercado y luego gracias a la política monetaria ultralaxa de los bancos centrales. ¿Y qué tenemos a cambio de todo ese crédito barato? Dos décadas perdidas para la inversión. Como dice concisamente la escritora de economía Annie Lowrey, “la hemos fastidiado”.
Francia y EEUU han invertido este siglo casi dos puntos porcentuales del PIB menos que en los años 70 y 80; Alemania e Italia, unos 4,5 puntos menos; Reino Unido y Japón, 6 y 10 puntos porcentuales menos, respectivamente. Son cifras enormes. El G7 representa unos 45 billones de dólares (44 billones de euros) de PIB anual. Restablecer sus ratios de inversión podría cubrir casi la mitad del déficit mundial de los 4 billones de dólares que la Agencia Internacional de la Energía pide que se inviertan anualmente en tecnologías limpias si queremos alcanzar el cero neto en 2050.
Se trata de cifras de inversión total, pero la historia es similar en el sector público. En EEUU, la inversión pública neta (una vez descontada la depreciación del capital público existente) se redujo en casi dos tercios en la década hasta 2014, cayendo al 0,5% del PIB.
En la eurozona, la inversión pública neta pasó a ser negativa en el mismo año, debido a la extrema austeridad fiscal en la periferia de la eurozona y a la baja inversión crónica en Alemania.
Algunos se verán tentados por la afirmación de que no debemos preocuparnos. Es normal invertir menos a medida que uno se enriquece, según dice un argumento, porque incrementar un stock de capital ya grande es cada vez más inútil. El coste de los bienes de capital ha bajado, por lo que con el mismo dinero se puede comprar más inversión real, sostiene otro. Un tercer argumento es que la economía actual necesita capital intangible, no capital físico, y aunque este es más difícil de medir, los países parecen estar haciéndolo mejor en ese frente.
Sin embargo, estas garantías, aunque sean ciertas, no sirven de nada. Nadie que observe de cerca las infraestructuras físicas de la mayoría de los países occidentales puede pensar que son adecuadas para su propósito, no cuando ese propósito se amplía para incluir la descarbonización de nuestras industrias y sistemas de energía y transporte.
¿Por qué hemos vivido durante tanto tiempo de las inversiones pasadas y no hemos hecho suficientes inversiones nuevas? Está claro que los costes de financiación no han sido el problema, con unos tipos de interés en mínimos históricos. (Los países de la eurozona afectados por la crisis de la deuda soberana fueron la excepción, pero incluso España e Italia han invertido más que Reino Unido durante décadas).
Los culpables más probables son la falta de demanda y la mano de obra barata. Las empresas que no esperan una demanda suficiente para absorber el aumento de la producción no tienen motivos para invertir. Y cuando se les permite tratar a los trabajadores como algo barato y desechable, pueden elegir eso sobre las inversiones de capital irreversibles. Esa es la razón por la que deberíamos aceptar un crecimiento salarial más rápido y la llamada “escasez de mano de obra” (en realidad, la competencia por los trabajadores) si queremos empujar a las empresas a realizar inversiones productivas.
Algo similar puede haber ocurrido con la energía barata en Europa. La década de 2010 fue una época de gas natural, y por tanto de electricidad, inusualmente baratos. Esto puede haber socavado la urgencia de invertir tanto en una mayor generación renovable como en proyectos de gas natural geopolíticamente seguros. Los precios del petróleo también fueron bajos durante gran parte de la década.
Pero más allá de estos factores económicos, creo que nuestra falta de inversión tiene motivos profundamente políticos. Aumentar la ratio inversión/PIB, ya sea mediante el impulso de la inversión privada o pública, o ambas, significa que queda una menor proporción del PIB para el consumo. Aunque esto depare un futuro mejor, puede dar la sensación de crear una existencia más miserable hoy. Y eso es algo que una generación de políticos de todo el mundo rico ha temido infligir a sus votantes.
Ha ocurrido en tiempos de bonanza, cuando las transferencias, las rebajas de impuestos y los bienes públicos inmediatos son políticamente más atractivos que la inversión de capital. (Algo equivalente ocurre en el sector privado: véase la decisión de las empresas de devolver dinero a los propietarios mediante recompras de acciones en lugar de invertir en su propio crecimiento). También ha sucedido en épocas malas, cuando la inversión es el gasto más fácil de recortar para los gobiernos y las empresas que se aprietan el cinturón.
Los países europeos han llegado a lamentar cómo utilizaron el “dividendo de la paz” de 1989 para recortar el gasto en defensa. El mismo momento empujó a Occidente en su conjunto a olvidar la idea más general del sacrificio a corto plazo en aras de un futuro más próspero. Pero esto no es inevitable, como demuestran excepciones como Canadá y la inversión sostenida de los países nórdicos. Tanto los votantes como los gobiernos occidentales han desaprendido la virtud de la gratificación tardía. Tienen que volver a aprenderla, y rápido.