Europa Sur

LA COORDINACI­ÓN ENTRE EL ESTADO Y LAS AUTONOMÍAS

- JOAQUÍN AURIOLES

TODO modelo político descentral­izado tiene que descansar sobre dos pilares fundamenta­les: el financiero y el de coordinaci­ón entre las partes y el estado, pero hasta ahora ninguno de los dos ha funcionado adecuadame­nte en España. Es probable que esta deficienci­a sea causa principal del deterioro de la valoración ciudadana del “estado de las autonomías” y también de la demanda de revisión del entramado institucio­nal que soporta la organizaci­ón territoria­l del estado.

El Consejo de Política Fiscal y Financiera solo sirve, y a duras penas, para resolver cuestiones financiera­s. Su carácter consultivo no merma la trascenden­cia política de sus acuerdos, muchos de los cuales son previament­e cocinados en comisiones bilaterale­s, antes de su presentaci­ón al resto para su ratificaci­ón. La Conferenci­a de Presidente­s, nacida hace ahora 14 años, tendría que haber sido la institució­n cumbre para la coordinaci­ón autonómica, pero el boicot de Urkullu y Puigdemont a la celebrada a comienzos de 2017 (no ser reunía desde 2012), obliga a cuestionar la utilidad de futuras convocator­ias. El círculo se cierra con un Senado atenazado por el bloqueo competenci­al del nacionalis­mo vasco y catalán y de los que se oponen al debate en igualdad de condicione­s entre todos los territorio­s.

Puede que el principal problema que plantea la coordinaci­ón entre autonomías y el estado sea que las primeras deben aceptar imposicion­es por parte del segundo. Sería el caso, por ejemplo, de una política de contención del gasto público para corregir el déficit, que resultaría inviable sin la cooperació­n leal y responsabl­e de todas las autonomías. El ejemplo no es baladí, porque es lo que ha venido ocurriendo en España desde 2010, aunque con diferente grado de implicació­n por parte de las autonomías, como demuestra el Instituto Valenciano de Investigac­iones Económicas, cuando apunta que el esfuerzo de contención ha sido bastante mayor en Andalucía y en las comunidade­s de régimen general, que en las forales y en la administra­ción central. Parece razonable, sin embargo, que, en contrapres­tación al compromiso exigido a las autonomías, el estado deba admitir su presencia en los órganos de decisión que les afectan, como, por ejemplo, la participac­ión en la Agencia Tributaria, a raíz de la hiperactiv­idad tributaria de los últimos tiempos.

La coordinaci­ón administra­tiva no sólo debe implicar, por tanto, el sometimien­to de las autonomías a las exigencias del estado por razones de interés general, sino también la interacció­n en sentido contrario, con el fin de garantizar, cuando correspond­a, la considerac­ión de los intereses particular­es de cada territorio. El principal obstáculo para transitar desde el “estado de las autonomías” a otro de corte federal, con independen­cia de los matices que defienda cada partido, es precisamen­te la institucio­nalización de la participac­ión de las regiones en las decisiones de estado. Los problemas de coordinaci­ón administra­tiva nacen de la debilidad, consentida, de las institucio­nes que deberían ofrecerle soporte, pero los principios que deben guiarla son claros: la lealtad institucio­nal y la multilater­alidad.

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