El Periódico - Castellano

«El acoso escolar me volvió una persona reacia al conflicto»

- JUAN CRUZ

Escribir ese fenómeno mundial en que se ha convertido desde su publicació­n ‘El infinito en un junco’, como leerlo para tantos de sus lectores en medio mundo, fue la mejor cura que la filóloga y escritora (Zaragoza, 1979) pudo encontrar para las diferentes angustias que la han acompañado desde la infancia y una forma de respirar hondo ante las dificultad­es de criar a un niño delicado.

Es una mujer sabia de 41 años. Escribió un libro, El infinito en un junco

(Siruela), que desde que apareció en 2020 saltó a las listas de éxito. Está traducido en medio mundo, la ha convertido en la conferenci­ante y la columnista más requerida de la lengua española, ha ganado premios que ya deben abarcar más espacio que su mesa de comer (el último, el Antonio Sancha que dan los editores de Madrid) y sigue siendo igual que aquella que, hace dos años, recibía al periodista como si no lo mereciera. «Si quieres, yo voy a Madrid para que me entreviste­s». Sigue siendo la misma, y así está, en la cumbre de una fama que se debe a su modo de escribir y su forma de pensar, a una excursión personal por la historia de la literatura, de los libros y de las personas, de la antigüedad o presentes, convocadas por ella con la fuerza de un sabio o de un demiurgo.

Es una mujer admirable, una sabia. Escribió ese libro (y tiene otros) en medio de las dificultad­es que han tenido ella y su marido, Enrique Mora, cineasta, para cuidar la infancia de su hijo nacido con una enfermedad delicada. De su esfuerzo común hablan solo si se les pregunta, pero no cabe duda de que esa convivenci­a con la pasión de cuidar les ha dado a los dos el carácter de héroe tranquilos de nuestro tiempo.

Irene Vallejo es la que ahora sonríe ante el periodista cuando este le pregunta por su infancia en Zaragoza, donde sigue viviendo. Sonríe porque hay en su interior, segurament­e, la misma seguridad e igual pasión que cuando, quitándole importanci­a a la noche, escribió esta obra que asombra al arte contemporá­neo y de la que le dijo al periodista el griego Theodor Kallifatid­es, que la conoció en los premios Cálamo de Zaragoza cuando ella aun no era tan conocida: «Ha creado un libro magistral, con imaginació­n, ingenio y audaces saltos en el tiempo, desde el faro de Alejandría hasta la pequeña isla de Ingmar Bergman en el mar Báltico. Es una aventura para leer y una alegría burbujeant­e».

Vestida de verano, sus ojos de asombro y vela, le decimos unos versos del poeta alemán Michael Krüger: «A veces la infancia me envía una tarjeta postal. ¿Te acuerdas?»... A partir de ahí casi no fue necesario preguntarl­e más.

— ¿Qué postales le manda la infancia a usted?

— En El infinito en un junco ya he hablado de eso. Ahí están quizá las dos principale­s postales. Primero, mi madre contándome cuentos antes de dormir. Creo que ahí empezó todo: la oralidad antes de la escritura, antes de que los libros fueran acogedores. Cuando no sabemos leer, los libros son un misterio. Mi madre dice que yo hojeaba revistas y sentía curiosidad por esas hileras de insectos, que eran las letras para mí. Aún hoy cierro los ojos y veo la habitación, la cama, mi madre a mi lado… Era una gran narradora y cada cierto tiempo fingía, decía que le picaba la garganta y que no podía seguir. El otro recuerdo es el del acoso escolar. Es la gran impronta que ha quedado ahí. A mis 8 años no tenía las herramient­as para pensar lo que sucedía, quizá porque me imponían el silencio. Todos los niños decían que no se podía contar lo que sucedía en el recreo. Yo me sentía sola, no sabía por qué los demás me rechazaban, pero sentía su violencia. Ahí me enfrenté a un dilema: cambiar para ser aceptada o seguir siendo quien era.

— ¿Qué consecuenc­ia tuvo eso para usted?

— Pues… la terquedad de no renunciar a mi curiosidad, mis ganas de aprender, mi impulso creativo. Mis compañeros se lo tomaban como si quisiera sobresalir. Pero solo era la expresión de una curiosidad especial. Tuve esa terquedad de salir adelante pese a todos. Y otra: volverme una persona reacia al conflicto, siempre dispuesta a dar un paso atrás, conciliar, evitar que una pequeña fricción desencaden­e violencia. Por eso soy muy cauta.

— Aparte de su carácter, ¿qué la defendió más de las consecuenc­ias de ese acoso?

— Mi familia, mi casa, los afectos fuertes y la literatura. Cuando leía libros como La historia interminab­le, de Michael Ende, la historia de un niño perseguido, yo me reconocía en esas páginas. Momo también me

«La literatura tiene la capacidad de nombrar lo que no somos capaces de decirnos a la cara » «Sin el libro no habría conseguido seguir adelante o no con el coraje que me dieron las palabras»

marcó. Empecé a leer a Joseph Conrad y a Charles Dickens. Sentía que esos autores me entendían mejor que mis compañeros. Gracias a eso tuve la esperanza de que algún día hallaría personas más afines a mí. Además, la literatura tiene la capacidad de nombrar lo que a veces no somos capaces de decirnos a la cara y ahí fui hallando claves de la vida.

— Descubrió pronto la maldad.

— No sé si lo llamaría maldad. Era una incomprens­ión muy fuerte. Entonces no entendía por qué era tan diferente. Mi familia también era diferente, mis padres se divorciaro­n, y eso no era común entre mis compañeros. Me sentía distinta. O me hacían sentir distinta. Pero yo no fui la única en sufrir acoso. Otros también lo sufrían, solo por ser diferentes: gordos, flacos, con gafas…

— Lo que ha escrito es una forma de reivindica­r a aquella niña, ¿no?

— Sí, sí. Reivindica­r a aquella niña que no pidió ayuda y aceptó las formas del grupo, pero que al final encontró el camino para sus inquietude­s y así resquebraj­ar el silencio.

— Su abuelo decía: «El bien no se nota».

— Sí. Y fue interesant­e comprobarl­o. En la vida te encuentras con muchas personas afectuosas, pero basta encontrart­e con una violenta para que esa te marque. La confrontac­ión atrae todos los focos y olvidamos lo otro. Esa frase me impresionó mucho. Él era un cuidador nato, con nosotros y hasta con los árboles.

— Este libro, El infinito en un junco, ¿constituye también un alivio?

— Sí. En el momento en el que lo escribí pude seguir adelante. Lo hice cuando tuve que asimilar lo que le había pasado a nuestro hijo. Sin el libro tal vez no lo habría conseguido o no lo hubiera conseguido con el coraje que me dieron las palabras.

— Pero este libro no lo habría escrito alguien que no hubiera estado predispues­ta a escuchar la historia.

— Fue como una estrategia de protección. Una terapia. Necesitaba estar segura de que al menos una parte de mi vida no era invadida por la vida de mi hijo, o por los dramas de otros padres con los que convives. La pena te ahoga y yo necesitaba unas horas al día para encontrarm­e con la literatura. Pero ni siquiera tenía la seguridad de que iba a acabar el libro o de que se publicase. Lo importante era ver cómo evoluciona­ba.

— Segurament­e eso ha repercutid­o en los lectores.

— Muchos me han dicho que se sumergiero­n en el libro en circunstan­cias parecidas. Influyó la pandemia, que fue cuando se publicó, y se pusieron a leer para no ahogarse en la angustia de no poder junto a sus familiares enfermos. Fue un azar inesperado: mi angustia fue la angustia que rodeó a muchos que lo leyeron.

— También daba la sensación de que el padre, el niño y usted estaban juntos mientras lo escribía.

— Claro que sí. Y para mí escribir era una forma de mantenerme fuerte. Y mi familia, al organizars­e para que yo pudiera escribir, estaba sosteniénd­ome a mí. Eso me permitía respirar hondo y soltarme a escribir.

— ¿Cómo conservó la alegría?

— En ese momento tan terrible para nosotros fue clave descubrir que la comunidad no nos dejaba solos. En EEUU no podríamos haber asumido el tratamient­o tan duro y costoso como el que necesitó nuestro hijo. Nosotros sentíamos la certeza de que vivíamos en un país donde la comunidad nos estaba salvando. Y eso era muy esperanzad­or.

— Pronto tendrá otro lector: su propio hijo.

— Sí. Por ahora continúo la tradición de leerle por la noche. Y ahora que lo vivo desde el otro lado, es uno de los momentos más bonitos del día. Mi hijo es más libre para hablar en ese momento, como que no tiene la presión que puede llegar a tener a lo largo del día para expresarse. Con un cuento no siente ninguna presión. O esa sensación me da.

— Después del acoso infantil entró a conocer a los adultos. ¿Cómo vio a esa sociedad que habla alto?

— Fui una niña con mucha relación con los adultos. Como hija única y con problemas en el colegio, no tenía otra opción. Mis propios padres me involucrab­an en sus vidas. También exploraba el mundo adulto a través de los libros. Lo único es que el acoso deja secuelas y te fuerza a reconstrui­rte de arriba abajo. Pero siempre hay el temor de que los desconocid­os no te van a acoger bien.

— Usted se ha ganado a muchos desconocid­os. Y en varios idiomas. Y como persona también, ¿no?

— Esa es una enorme responsabi­lidad. También siento mucha gratitud. No pensé que estuviera llamada a llegar a este lugar en el que me hallo ahora. Por mis orígenes socioeconó­micos, por ser mujer, por haber tenido un niño con problemas de salud… parecía que todo conspiraba para que no y, sin embargo, he llegado más lejos de lo que me imaginé. Estoy asombrada.

— Hace más de un año me dijo que tenía miedo de que las consecuenc­ias de la pandemia fueran duelo y olvido. ¿Estamos en esa situación?

— Ha habido aspectos prometedor­es en la gente, pero creo que el duelo no se ha resuelto bien. Las despedidas pendientes de los seres queridos han dejado heridas interiores. Y el olvido… es la tentación de seguir adelante y pensar que todo esto no ha pasado, pero hace falta reflexiona­r. Para eso necesitamo­s tiempo. Y trabajamos tanto… Por ejemplo, el que trabaja en casa no desconecta. A mí misma me sucede, ¿eh? Yo quisiera leer más de lo que escribo. Pero…

— ¿Qué le preocupa ahora?

— Muchas derivas de los acontecimi­entos, la sucesión de crisis económicas y su efecto. Primero una crisis económica, luego una pandemia, ahora otra crisis económica. La precarieda­d ya es insoportab­le; la ira y la angustia que causa, también.

— Vivió rodeada de enseñanzas por parte de sus padres.

— Sí, sí. Porque mis padres tuvieron una infancia difícil, con muchas privacione­s, y eso nunca lo olvidaron y se esforzaron en transmitír­melo para que me diera cuenta de que hay mucha gente que lo pasa mal.

— Y ahora usted va por los institutos enseñando esos aprendizaj­es.

— Sí, pero sin proponérme­lo. Surgió. Cuento lo que me parece útil para la vida y la importanci­a de leer.

— ¿Qué exige para usted la palabra leer, a la que tanta importanci­a da?

— Pienso más en lo que da que en lo que exige. Me ha transforma­do la vida. Habría sido otra persona sin la lectura. Me habría costado más reconcilia­rme conmigo misma. Tal vez la lectura exige calma, creativida­d… El lector es creador, es como si crease las atmósferas del libro en su cabeza, los rostros de los personajes, la conexión con sus recuerdos. Por eso leer requiere valentía. La lectura también fortalece la democracia, para descubrir la diversidad de ideas y de personas y para convivir y para elegir cosas. Frente a los profetas del fin de los libros, soy optimista. Las nuevas tecnología­s se construyen sobre la palabra y no creo que los libros estén en peligro, las imágenes siguen necesitand­o el anclaje de las palabras. En las redes se escribe y se lee mucho. Además, en las ferias veo a muchos jóvenes y me ilusiona. Hay que celebrar que haya lectores y que muchos sean jóvenes. En Medellín me entusiasmé con la cantidad de biblioteca­s. Tras una etapa de violencia, están reconstruy­endo el tejido social con la cultura. Si no hay bandas musicales, talleres de escritura, grupos de lectura… los chicos pueden ir por mal camino. La cultura salva, lo vi ahí, en un entorno difícil, y eso me llena de esperanza. Si Medellín ha cambiado su imagen al exterior, ha sido gracias a la cultura. La gente que trabaja en esas estructura­s culturales muchas veces corre peligro, pero puede más la meta que persiguen. Saben que vale la pena correr el riesgo. Casi es heroísmo. Un heroísmo cotidiano, casi anónimo. Pero a mí me gusta hablar de ellos, sacarlos a la superficie. Que se les reconozca su labor. Quienes escribimos también podemos hacer algo ahí. Dicen que en las redes atrae el conflicto, el insulto, pero lo podemos cambiar. Con cultura, con el buen uso de la palabra, en vez de dejarnos llevar por la violencia. Podemos crear zonas seguras para reunirnos en armonía.

«No pensé en llegar al lugar en el que me hallo. Todo parecía que conspiraba para que no»

«El lector es creador: de las atmósferas del libro, de los rostros de los personajes...»

 ?? Alba Vigaray ?? La escritora Irene Vallejo, en Madrid, a mediados de julio.
Alba Vigaray La escritora Irene Vallejo, en Madrid, a mediados de julio.
 ?? ??
 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain