Una lección no aprendida
La pandemia que tras superar pruebas dolorosas y obligarnos a aprender duras lecciones tenía que hacernos mejores no fue suficiente para que, en una situación de crisis sanitaria y económica extrema, el Gobierno consiguiera practicar la denominada cogobernanza, pasando más bien del control centralizado del estado de emergencia al centrifugado de responsabilidades. Ni tampoco para que partidos y gobiernos autonómicos y locales de diverso signo, cómodos en los réditos del agravio y la insumisión, jugaran el papel que les corresponde en ese esquema, especialmente ante desafíos imperiosos y comunes. La cogobernanza no es otra cosa que la cultura y la práctica políticas a las que obliga el dibujo del Estado de las autonomías en nuestra Constitución, con áreas de competencia exclusiva para cada nivel de administración y otras en que el Estado tiene reservado el establecimiento de criterios general que las comunidades autónomas pueden modular. Un entramado que (para satisfacción de quienes objetan el modelo autonómico) puede ser motivo de disfunciones, bloqueos o conflictos cuando se pretende desbordar el marco competencial de cada uno (de forma invasivamente centralista o insoli
El diálogo sobre las medidas de ahorro energético no ha existido o no ha sido real: algo que no puede repetirse cuando se defina la segunda fase del plan
dariamente egoísta) o se prefiere avivar el conflicto a trabajar concertadamente en las áreas en las que concurren competencias autonómicas y locales. Algo a lo que posiblemente deberíamos estar acostumbrados en el marco de la disputa política ordinaria. Pero es un síntoma nada esperanzador de la cultura política española que esto siga siendo así cuando nos enfrentamos a desafíos vitales.
La lección (no) aprendida de la pandemia parece que se va a repetir al pie de la letra ante el desafío que enfrente este verano España, con la necesidad de restricciones energéticas que afecten a particulares y empresas, a causa de la invasión rusa de Ucrania y la negativa de Europa a aceptar la agresión de Putin como un hecho consumado, y cuyas consecuencias serán solo un elemento, pero capital, de un escenario económico preocupante.
Todos los países europeos están planteando medidas de restricción en su consumo de energía, primero para acumular reservas ya mismo y hacer que el impacto del corte de suministro de gas ruso en invierno sea lo menos dañino posible y, en un segundo momento, para reaccionar si (o más bien cuando) las dificultades se recrudezcan. El repaso a todos estos planes muestra que las acciones posibles son muy diversas (y por lo tanto, deberíamos estar dispuestos a debatirlas más allá de una receta única) pero también que pueden llegar a ser más extremas que las planteadas en España (como anticipar el horario de cierre de los comercios, no solo el de su iluminación). Así que el debate parece estar (como demuestran las escasas aportaciones alternativas de quienes cuestionan el plan del Gobierno) más en el cómo y el quién que en lo sustantivo y esencial.
Es este un escenario que quizá nos podríamos haber ahorrado si antes de plantear el primer plan de contingencia, el diálogo entre administraciones hubiese sido real. O no, pero de no haber aceptado una mano tendida al diálogo real, la responsabilidad sería de quienes hubiesen actuado de forma insolidaria, y no compartida (en la proporción que corresponda a cada uno) entre todos los agentes de esta negociación nonata.
El fracaso de la reunión celebrada ayer entre Gobierno y autonomías demuestra que, en esta primera fase en que corresponde tomar medidas preventivas, ya no hay margen más que para aplicarlas (y esperar la resolución de los tribunales en torno a aquellas que se recurran por las vías establecidas). Pero en septiembre se deberá acabar de acordar un plan de contingencia aún más crucial: no hay excusa para que los errores de unos y otros se repitan de nuevo.
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