Paraíso, infierno
El recuerdo me dice que, hace 20 años o más, el articulista que se quedaba en Barcelona en agosto lo tenía muy fácil: tarde o temprano escribía un artículo sobre la suerte de vivir en una ciudad casi desierta. Sí, es cierto que muchas panaderías y quioscos cerraban por vacaciones, pero había una solidaridad en el sector y siempre encontrabas los periódicos y el pan del día, dando un paseo por el barrio. Aunque hacía calor (pero menos que ahora), la sensación de apocalipsis quedaba relegada por las ventajas del vacío estival: aparcabas el coche en todas partes, encontrabas mesa en el restaurante sin hacer cola, los bares nocturnos te recibían con alegría.
A mí me había pasado lo de ser el único habitante en todo el edificio que no se iba, y así me convertía en un vigilante de la escalera de vecinos. Los más cercanos me dejaban las llaves para regar sus plantas o recoger su correo (pero nunca había correo en agosto). Cuando entraba en su casa, era como si me metiera de puntillas en sus vidas; de reojo espiaba aquellas estancias que me rodeaban al otro lado de la pared, sobre mi cabeza o bajo mis pies, y me imaginaba pedazos de sus existencias. Todo era un ejercicio de ficción, discreto, y aquel silencio subrayaba mi sensación de ser un superviviente.
Todo esto, es curioso, ahora me recuerda una lectura de aquellos años que es como la otra cara de la moneda. Las casas de la costa, un cuento de John
Cheever, narra la historia de una familia que cada verano alquila una casa junto al mar. Siempre es una casa distinta y, cuando entran, el narrador piensa: «Alguien fue muy feliz aquí, y nosotros alquilamos su felicidad junto con su playa y su barca». Solo que en una de las casas el narrador empieza a encontrar indicios de la vida turbia del propietario. Los ceniceros están repletos de colillas y, escondidas tras los libros o dentro del banquete del piano, encuentra botellas de whisky vacías. Una vecina les habla de las discusiones que se oyen a menudo, y poco a poco, como un virus, el malestar de la casa impregna a los nuevos inquilinos y los empuja hacia una crisis. Qué maravilla de cuento.
Hoy, pienso, la escena se ha trasladado a la ciudad y se ha exacerbado con este calor de indicios dantescos. El articulista que se queda ya no está solo: son los turistas de Airbnb quienes alquilan los pisos y deben regar las plantas, y quizá absorban también su atmósfera de felicidad o tristeza. Mientras tiendo las sábanas en el balcón para que sequen, oigo las conversaciones que me llegan de los vecinos ocasionales. Son en otras lenguas, inglés y francés y acentos nórdicos o eslavos, y tan pronto se escucha una niña que hace una rabieta, una pareja que se entrega al sexo desenfrenado a las doce del mediodía, una pelea llena de fucks de un matrimonio aburrido o el ritmo repetitivo del videojuego de un adolescente enajenado. Lo único que se mantiene inalterada, después de tantos años, es esa sensación de ser un robinsón urbano, el superviviente que quizás apagará la luz al final de todo.
■
Se mantiene inalterada esa sensación de ser un robinsón urbano