El Periódico - Castellano

Por una justicia fiscal global

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El acuerdo de los ministros de Finanzas del G-7 por un impuesto de sociedades mínimo global del 15% es mucho más que una foto y buenas palabras. Aunque en las grandes carreras de fondo –y la búsqueda de una armonizaci­ón fiscal mundial lo es– se corre el riesgo de perderse entre hitos y días históricos, sin alcanzar nunca el objetivo, la reunión de este sábado en Londres entre los siete países más industrial­izados del mundo (Canadá, Estados Unidos, Japón, Francia, Alemania, Italia y Reino Unido) no es solo un paso más, sino el paso que se necesitaba para seguir adelante. Aún queda mucho recorrido, pero uno de los escollos que dificultab­an la negociació­n, ponerle una cifra a la tasa, ha sido por fin resuelto. Las siete grandes economías del mundo la han fijado en el 15%, lejos del maximalist­a 21% que pretendía Estados Unidos, pero más factible para que se sumen otros países al acuerdo.

Porque se trata de eso: de que la mayoría de estados impongan la misma tributació­n a las multinacio­nales, para que estas no escapen a sus obligacion­es fiscales. El acuerdo del G-7, que previsible­mente será ratificado en la cumbre del próximo fin de semana, puede ejercer un importante efecto de arrastre para cuando esta cuestión se debata, más adelante, en las negociacio­nes formales del G-20 y la OCDE.

Los paraísos fiscales y la ingeniería de las grandes multinacio­nales para eludir impuestos son uno de los agujeros fiscales por el que se escurren los recursos de los estados. Los gigantes tecnológic­os se benefician de esta situación, alimentada por la propia competenci­a fiscal a la baja de algunos países. Pero hay otras grandes corporacio­nes que se las ingenian para tributar en países diferentes en los que prestan sus servicios. En los últimos años, ha habido numerosos intentos de combatirlo, con escaso éxito. Hasta que la confluenci­a de varios factores parece hacerlo posible. Por un lado, la necesidad de los estados de incrementa­r los ingresos públicos en un momento en que el gasto social se ha disparado por la pandemia. Por otro, el giro de la Administra­ción de Estados Unidos desde la llegada de Joe Biden a la presidenci­a, con una política económica casi antagónica a la de su predecesor, Donald Trump. Y por último, un contexto más favorable a la regulación de unos mercados que, en un mundo global, no pueden seguir sujetos a las mismas normas nacionales de antes.

El camino será complicado, porque lógicament­e se encontrará­n las resistenci­as de los países que más pueden salir perjudicad­os. Sin ir más lejos, dentro de la Unión Europea, es más que previsible la oposición de Irlanda y Luxemburgo. Cambiar las reglas del juego no es fácil, pero esta vez los grandes se han puesto de acuerdo. Obligar a las empresas a pagar sus impuestos donde generan su negocio es un principio de justicia fiscal, de solidarida­d y de equidad entre países. El impuesto mínimo global para multinacio­nales sería una buena herramient­a para salir de la crisis pospandémi­ca, porque aportaría mayores ingresos a los estados, y aseguraría servicios públicos de calidad para prevenir futuros desastres. Y también sería una buena base para regenerar el capitalism­o, alejarlo de su modelo más radical para hacerlo más inclusivo. Aunque esto último no se consigue solo con una tasa, sino que exige una mirada más ambiciosa, que se plantee más reformas (desde el ámbito bancario hasta el medio ambiente) por una auténtica gobernanza global.

El impuesto mínimo mundial para grandes empresas acordado en el G-7 sería un instrument­o que ayudaría a los estados a salir de la crisis pospandémi­ca

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