La barca de Françoise Hardy
Eugenio Scalfari decía que los periodistas son gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente. Me gusta pensar que a veces el periodismo cultural es contarle a la gente que se ha muerto gente que no sabía que vivía. Constato que eso pasó hace unos días entre los más jóvenes con Françoise Hardy. La gran artista francesa falleció el pasado 11 de junio después de muchos años sufriendo cáncer y sin haber conseguido ver aprobada la ley de eutanasia que reivindicó.
Hardy fue la primera chica yeyé, fue la más guapa, elegante y discreta, apenas se movía en el escenario y eso tenía una explicación en su pasado, en su trágica historia. La propia Hardy la contó en La desesperación de los simios… y otras bagatelas, que publicó Expediciones Polares con traducción de Felipe Cabrerizo. Se crió con un padre ausente y homosexual, una madre posesiva con la que se llevaba muy mal y una hermana esquizofrénica. Encontró en la música una vía de escape, aunque algunos solo veían en ella a una muñequita. Bob Dylan hizo todo lo posible para que se fijara en él, pero él no la vio como debía, como la artista que era. Luego llegó Jacques Dutronc, una relación imposible y tortuosa de la que escribió en sus canciones.
Siempre retraída, para sorpresa de todos nunca se encontró bella, Hardy nunca dejó la música. Sobrevivió a un coma a raíz de su cáncer linfático que le hizo comprender que se marchaba y dejó un disco emocionante de despedida en 2018, Personne d’autre, que ella definió como un adiós «al mundo material». Estos días, no he dejado de escuchar la última canción de este álbum. Se titula Le large y, en ella, la cantante se repite que todo irá bien, que no habrá ninguna oscuridad, ninguna nube que pueda nublar su vista, que ella zarpará hacia alta mar y todo quedará lejos, los tiburones o las miradas tristes. Ojalá haya sido así, me digo cuando acaba la canción y vuelvo a darle al botón para escucharla de nuevo y convencerme, yo también, de que todo irá bien, de que nada es tan grave.