Continuidad de la monarquía, con un nivel de popularidad incuestionable
El Reino Unido está de duelo por la mujer que ha sido una presencia íntima y distante a la vez. Figura omnipresente, su efigie se replicaba en monedas, sellos, billetes, retratos oficiales o el óleo torturado de Lucian Freud. El himno nacional pedía a Dios su salvación. Surgía del pasado vestida con terciopelos, armiños y portando la descomunal corona imperial, demasiado pesada ya para su cabeza cana de nonagenaria. Verla avanzar solemne cada año en la ceremonia de la apertura del Parlamento era contemplar un ritual de inspiración divina que enlazaba con las viejas glorias de la nación que fue el mayor imperio del mundo.
A pesar del imponente atrezo, la soberana tenía poderes limitados bajo las normas del sistema democrático que a lo largo de siete décadas respetó escrupulosamente. Cabeza de la Iglesia anglicana en un país hoy multirracial, con credos de muchas otras religiones, jefa suprema de unas fuerzas armadas con efectivos más y más reducidos, su mayor logro ha sido preservar la continuidad de la monarquía británica, con un nivel de popularidad incuestionable. En cada golpe, tras cada crisis, siempre recuperó las riendas. A ella se debe que, al término del reinado más longevo en la historia del país, los británicos sigan prefiriendo un régimen hereditario a una alternativa republicana.
En el destino de Elizabeth Alexandra Mary, cuando nació el 21 de abril de 1926 en el barrio londinense de Mayfair, no figuraba el convertirse en reina. Su abuelo era el rey Jorge V, sus padres los duques de York, y ella, tercera en la línea de sucesión, estaba llamada a llevar una vida discreta y despreocupada como miembro de segunda fila de la familia real. La jerarquía sucesoria se trastocó cuando la traumática abdicación de su tío, Eduardo VIII, elevó a su padre, Jorge VI, al trono y la convirtió en heredera. La futura monarca tenía entonces 10 años.
Lilibet, como la llamaban en familia, fue consciente de sus futuras responsabilidades desde muy pronto. Su nanny durante años, Marion Crawford, hablaba de una niña «muy ordenada», «cuidadosa», «seria», «muy resde
Ha preservado la
La adolescente que los británicos descubrieron al final de la Segunda Guerra Mundial era una chica agradable de melena ondulada, baja estatura, prematuramente enamorada. Las responsabilidades llegaron pronto. Tenía 25 años cuando fue proclamada reina y entonces ya estaba casada con Felipe de Edimburgo, fallecido en 2021, y habían nacido dos hijos, Carlos, el heredero, y Ana. Años después llegarían Andrés y Eduardo.
La nueva monarca era demasiado joven e inexperta, pero como Winston Churchill supo apreciar, era capaz de absorber rápidamente la información y poseía un fuerte sentido de la disciplina. A eso se unió una reserva y cautela permanentes. Isabel II fue educada en el arte muy inglés de esconder las emociones, algo que mucho más tarde chocaría con el desborde sentimental en la era de las celebrities.
Siempre en guardia, nunca se permitió una opinión en público y rehuyó las entrevistas. A pesar