El Pais (Valencia)

Descastado­s

- ENRIC GONZÁLEZ

Nos reíamos mucho de John Major. El currículo de ese hombre parecía fabricado por un humorista. Era hijo de un equilibris­ta circense y al dejar la escuela, con 16 años, intentó conseguir un empleo como conductor de autobús: le rechazaron porque no superó las pruebas de aritmética. Luego fue oficinista. Más tarde se lanzó al mundo empresaria­l y creó, con su hermano, un taller de fabricació­n de enanos de jardín. Cuando se hundió el proyecto, debido a una grave crisis del sector (incluso los ingleses llegaron a darse cuenta de que poner enanos de piedra en el jardín no resultaba necesariam­ente elegante), pasó una larga temporada en paro. Finalmente se sacó por correspond­encia el título de contable.

Major, cuyas dificultad­es con los números le cerraron las puertas del gremio de los autobusero­s, llegó a ser ejecutivo bancario, canciller del Exchequer (ministro de Finanzas) bajo Margaret Thatcher y, tras la caída de Thatcher, primer ministro. Ocupó el mejor lugar en el peor momento: su antecesora había devastado la industria, el país sufría una recesión, la monarquía se tambaleaba (el annus horribilis de Isabel II), la libra se devaluaba semana a semana frente al marco alemán y los entonces llamados euroescépt­icos se le sublevaban continuame­nte en la Cámara de los Comunes. A este correspons­al le costaba mucho no caer en la tentación de utilizar en cada crónica la frase “le crecen los enanos”.

Visto en perspectiv­a, su mandato fue casi un prodigio de sensatez y pragmatism­o. Quienes le sucedieron (Tony Blair, listo pero deshonesto; Gordon Brown, honesto pero torpe; James Cameron, torpe y deshonesto, y Theresa May, simple resto de un naufragio) tienen mucho que ver con la crisis británica de hoy. Major fue el último inquilino de Downing Street ajeno a la casta: no tenía estudios, ni dinero, ni conexiones familiares. Con un estilo muy distinto, se parecía a Ramsay MacDonald, el primer ministro laborista, hijo ilegítimo de un campesino, que mantuvo en pie el sistema político británico durante las turbulenci­as que llevaron de la Primera Guerra Mundial a la Segunda. Ambos habían conocido la vida real, la vida que vive la mayoría de la gente.

El origen humilde y la carencia de estudios no garantizan nada. Ahí están dos psicópatas asesinos como Adolf

Hitler o Iósif Stalin para demostrarl­o. O un petardo como Nicolás Maduro, que, a diferencia de Major, sí consiguió el empleo de autobusero. Pero hay algo especial en los políticos que rompen un molde cada día más endogámico: altos funcionari­os para la derecha, profesores universita­rios para la izquierda, y trepas de partido para unos y otros, con el denominado­r común del salario público. La variante empresaria­l (Silvio Berlusconi, Donald Trump, Mauricio Macri) no rompe el molde, más bien rompe otra cosa.

Países como Uruguay, con José Mujica (ciclista y guerriller­o), o Brasil, con Luiz Inácio Lula da Silva (sindicalis­ta), han experiment­ado de forma reciente, con sus luces y sus sombras, algo que en Europa es ya casi impensable. ¿Podría repetirse un caso como el del canciller alemán Willy Brandt, periodista, resistente y apátrida? ¿O incluso, en el ámbito más pedestre, como el del presidente catalán Josep Tarradella­s, dependient­e de comercio? No parece probable. La política va por un lado. La vida va por otro.

John Major fue el último inquilino de Downing Street ajeno a la casta: no tenía estudios, ni dinero, ni conexiones familiares

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