La religión tiene poco de divino
Los nuevos indígenas viven en los suburbios de Occidente, reivindican su papel en la globalización y usan la fe como idea-fuerza de su proyecto
Que la religión tal como hoy la entendemos en Occidente es un artefacto colonial, un invento colonial y, en última instancia, un dispositivo colonial son tres grados de progresión sinuosa en la crítica “indígena” al capitalismo. Los indígenas, los sujetos colonizados en el lenguaje del imperio francés, constituyen hoy una clase, a la vez transversal y mundial, a la que da voz la galaxia islamoizquierdista y decolonialista de Europa y las Américas. Desde posiciones a la vez intelectuales y militantes, los nuevos indígenas reivindican su protagonismo en la emancipación global y transforman la religión en una idea-fuerza de su proyecto. Atrás queda el manido Marx del “opio del pueblo”, mal leído y peor ejecutado a manos del laicismo recalcitrante, que tanto daño hace a la convivencia general y es además un útil aliado de las reglas del mercado. Los nuevos indígenas habitan el sur global, un sur territorial (los suburbios de las antiguas metrópolis, las megaurbes africanas y asiáticas, el mundo rural excluido de la revolución digital), pero también un sur identitario (el mundo de los no-blancos, no-cristianos, no-masculinos, no-establecidos) e incluso generacional (los indígenas jóvenes son los primeros en estar en el punto de mira de toda sospecha securitaria del norte global).
“¡Fusilen a Sartre!, culpable de haber hecho de nosotros, los colonizados, los guardianes de su inocencia”, clama Houria Bouteldja, destacada activista francoargelina del Partido de los Indígenas de la República. Para ella, Sartre se manifiesta como un intelectual radical pero incapaz de rematar su obra, de matar al Blanco, de asumir hasta sus últimas consecuencias que la Modernidad es un proyecto de extermino. Bouteldja denuncia que la connivencia de Sartre con Israel fue su talón de Aquiles, lo cual refleja la resistencia del Blanco a asumir su pecado, un pecado deliberado, no original, como dijo Genet. Pero Bouteldja no es en absoluto autocomplaciente: si Sartre, el icono de la izquierda francesa anticolonial, no escapa a su espada justiciera, no se salvan tampoco en su disección los hombres y las mujeres racializados, los bárbaros, sus propios padre y madre, la tribu que abduce su cuerpo y contra la que se subleva al mismo tiempo que la asume como elemento necesario en el camino de la liberación. Porque para los indígenas, mientras exista el racismo, la emancipación, incluso la emancipación feminista, pasa indefectiblemente por la alianza comunitaria. El de Houria Bouteldja es un grito de rabia que convoca a la historia, a la conciencia y a las epistemologías a un amor revolucionario que nos libere a todos a través de una “división internacional del trabajo militante”: un internacionalismo doméstico a escala nacional y decolonial a escala internacional.
Más reposada, pero a la vez menos comprensiva e integradora, es la crítica de Abdennur Prado a la