El Guggenheim vacía el taller de Giacometti
Una retrospectiva reúne en el museo bilbaíno 200 obras del revolucionario de la escultura
Hacia 1926, cuando llevaba cuatro años residiendo en París, Alberto Giacometti (Borgonovo, Suiza, 1901-Coira, Suiza, 1966) alquiló un espacio de 23 metros cuadrados en la calle Hippolyte-Maindron, cerca de Montparnasse. En ese escenario, rodeado del humo de sus tres paquetes de cigarrillos diarios y sorteando los restos de botellas compartidas con sus permanentes visitas, produjo casi toda la ingente obra que le convertiría en uno de los artistas más relevantes y cotizados del siglo XX.
En una lucha sin cuartel para encontrar la manera de mostrar el mundo exterior, esculpió sus figuras humanas minúsculas y gigantes, los bustos de quienes formaban su círculo familiar y amistoso, sus insistentes versiones de la mujer. Todo ello se puede ver en la espectacular retrospectiva que el Guggenheim de Bilbao dedica al artista suizo desde hoy hasta el 24 de febrero de 2019. Organizada en colaboración con la Fundación Giacometti de París y patrocinada por Iberdrola, se exhiben 200 obras que resumen 40 años de su carrera. Procedente del Museo de Bellas Artes de Quebec y el Guggenheim de Nueva York, la muestra ofrece en Bilbao tres aportaciones deslumbrantes y muy pocas veces expuestas al público: el grupo escultórico Mujeres de Venecia, que realizó para la bienal de 1956, La mujer cuchara (1927) y El gato de su hermano Diego (1954).
Organizada por orden cronológico pero con saltos temáticos, la retrospectiva arranca con una sala en la que predominan pinturas y bustos de algunas de las personas de su círculo más privado: su padre, el pintor neoimpresionista Giovanni Giacometti; su hermano Diego; su esposa, Anette; su amiga Simone de Beauvoir, o sus casi incontables amantes.
A propósito de ese ámbito privado, la comisaria adjunta Mathilde Lacuyer-Maillé, conservadora jefa de la Fundación Giacometti de París, precisa que el artista siempre se sintió suizo y que no le gustaba viajar. “Como buen suizo, prefería los espacios pequeños que pudiera controlar, lo que pudiera abarcar con la mirada. Por eso, prácticamente vivía en el estudio. Es difícil imaginar que le fuera posible moverse allí con todas sus esculturas y materiales, con gente posando cada día y sin luz natural. Pero era así”, explica. El estudio original, ya desaparecido, ha sido reconstruido a pocos metros y actualmente es la sede de la Fundación Giacometti, donde se alberga el legado de su esposa. Posee la documentación de casi toda su obra, la mayor parte de los yesos, 4.000 dibujos, 100 pinturas y 300 esculturas. Junto a la Fundación Giacometti de Zúrich, creada por los herederos de los hermanos del artista, controlan la autenticidad de la producción.
En la decena de salas que ocupa la exposición, se van recorriendo bosques de personajes que demuestran su obsesión por la figura humana. Hombres y mujeres cuyas formas van adelgazando por el tiempo hasta quedar reducidas a auténticos hilillos diminutos encerrados en jaulas o aupados sobre grandes peanas. En las primeras salas se encuentran algunas de sus figuras cubistas y surrealistas más memorables, ejecutadas en sus tiempos de intensa amistad con André Breton o Pablo Picasso. La mujer cuchara (1927), La mujer degollada (1932) o Cuatro mujeres sobre un pedestal (1950) sirven a la comisaria, Petra Joos, para hablar de la relación del artista con las mujeres. Giacometti compatibilizaba su matrimonio con sus amantes y era un visitador habitual de prostíbulos. “Puede decirse que era un cazador. Tan conocedor de los burdeles”, apunta, “que incluso llegó a escribir un ensayo sobre ellos. Pero, por otro lado, tenía excelentes relaciones con intelectuales feministas como Simone de Beauvoir”. A consecuencia de unas paperas juveniles, no pudo tener hijos, pero esta circunstancia no afectó a su relación con sus parejas, en opinión de Mathilde Lacuyer-Maillé.
Su búsqueda constante de la esencia humana se evidencia en las salas en las que las figuras parecen pasear sin rumbo con los pies insertados en la tierra, sin posibilidad de elevar el paso. Son esas piezas que hicieron que el filósofo Jean-Paul Sartre le definiera como “el artista existencialista perfecto, a mitad de camino entre el ser y la nada”. Destaca en este ámbito una de las tres versiones que existen de Hombre que camina (Homme qui marche, 1960), una de sus obras más conocidas y una de las esculturas más famosas del siglo XX, después de que en 2010 rompiera todos los récords al ser subastada por 74 millones de euros.
El colofón de la exposición es digno del espectacular recorrido. Junto a la barandilla desde la que se divisa la imponente instalación de acero de Richard Serra, La materia del tiempo, una diminuta figura de unos tres centímetros de altura, Hombre pequeño sobre un pedestal (1945), para invitar a pensar sobre las formas tan dispares que pueden existir a la hora de aprehender la realidad.