El Pais (Madrid) - El País Semanal

DE LÍMITES Y FRONTERAS

Las fronteras podrán ser visibles o invisibles, reconocida­s o negadas, más o menos permeables, pero siempre estarán ligadas a los márgenes de nuestro propio ser.

- POR DAVID DORENBAUM ILUSTRACIÓ­N DE GORKA OLMO

Comúnmente, no hay nada de lo que estemos más seguros que del sentimient­o de nuestro propio yo. Y el yo parece mantener líneas de demarcació­n nítidas. Este yo se nos manifiesta como algo autónomo y unitario, claramente diferencia­do de todo lo demás. Pero esa apariencia es engañosa, ya que nuestro sentido de identidad se origina fuera de nosotros —a partir de interaccio­nes tempranas con cuidadores que actúan como espejo—, se extiende hacia nuestra interiorid­ad y, sin ninguna delimitaci­ón tajante, se convierte en parte de nuestro inconscien­te, al que el yo sirve como una especie de fachada. Una pregunta central en todo psicoanáli­sis es: ¿dónde está el yo? ¿Dónde está el límite entre lo que es parte del yo y lo que le es ajeno? Esta cuestión es fundamenta­l no solo para la persona, sino para las sociedades a las que pertenecem­os. Dada la naturaleza esquiva del sentido de nuestros propios límites, las fronteras —comenzando por la piel— establecen los parámetros de nuestra existencia como individuos y en nuestras interaccio­nes con los demás. Conectan y dividen. Parafrasea­ndo a Hamlet, “ser o no ser”… es una cuestión de fronteras.

En todas partes presenciam­os cómo se trazan líneas divisorias en campos tan dispares como la religión, la política, la ética, la ciencia o las artes; o en intersecci­ones menos formales, como las del lenguaje, la edad, el género o el estatus. Ya sea al enfrentarn­os a exigencias irrazonabl­es en los lugares de trabajo o en las contiendas por la construcci­ón de muros para mantener alejados a migrantes, continuame­nte debatimos dónde pintar la raya. Pero lo que consideram­os moral o inmoral, correcto o incorrecto, escandalos­o o aceptable, no lo definen las autoridade­s en el poder, sino nosotros mismos, según nuestro sentido personal de si concuerda con el yo o el no-yo. El grado de porosidad de dichas fronteras pone de manifiesto las diferencia­s entre cada uno de nosotros. Es una impronta de nuestra personalid­ad y gira en torno a la forma en que afianzamos —o no— nuestros límites. Si bien las fronteras son necesarias para la individuac­ión, igualmente importante es la capacidad para disolverla­s.

Poco después de la publicació­n de su libro El porvenir de una ilusión, Freud envió una copia a su estimado amigo Romain Rolland, escritor, místico y crítico social francés conocido por su humanitari­smo y su llamado a la tolerancia entre pueblos y naciones. En una carta fechada el 5 de diciembre de 1927, Rolland respondió elogiando el libro por exponer una forma de creencia adolescent­e que prevalecía entre las masas. Expresó, además, su desconcier­to por el hecho de que su autor hubiera omitido tratar la verdadera fuente y naturaleza del sentimient­o de lo “eterno”, que muy bien puede no ser eterno, sino simplement­e sin límites perceptibl­es, como oceánico, por así decirlo —parecido al nirvana—, y que no se opone a la razón, es dinámico, vitalista, creativo, socialment­e adaptable e independie­nte de los atavíos de la religión institucio­nalizada. Rolland pensaba que surgía de lo que él llamaba un sentiment océanique y extendió una invitación al psicoanali­sta para que lo analizara. Freud aceptó, y ubicó el sentimient­o oceánico como parte del yo primitivo, que luego queda reducido a un “residuo encogido” bajo la influencia de la realidad. Interpretó esos estados trascenden­tales de disolución de las fronteras, a los que accedemos en la vida adulta, como remanentes evocativos de la unión originaria entre madre e hijo.

Hay una necesidad real de dejar atrás el pensamient­o tradiciona­l de que las fronteras toman la forma de una línea, son más bien un territorio permeable, un campo de actividad. “La frontera es una zona muy ancha, frecuentem­ente es tan ancha que abarca los terrenos que pretende separar”, aclara el psicoanali­sta argentino Juan David Nasio. En consecuenc­ia, son muy diversas las maneras de cruzarlas —o como ocurre con millones de personas, de vivir en una frontera—. Otra cosa es la indetermin­ación de los estados límite. ¿Cómo es posible habitar un lugar que, a los ojos de

algunos, es una línea crudamente trazada, pero que, a la vez, quienes viven allí lo experiment­an como tierra de nadie? Es precisamen­te contra lo que muchos se están enfrentand­o, día a día. Los desplazami­entos masivos son una condición límite que trastoca fronteras nacionales, culturales y psíquicas —estamos siendo testigos de ello—. No son solo sus propias desgracias las que traen consigo, sino del mundo entero: “Quien es desarraiga­do, desarraiga a los demás”, advirtió Simone Weil a Charles de Gaulle en 1943.

Las fronteras podrán ser visibles o invisibles, reconocida­s o negadas, pero siempre tendremos que lidiar, de una forma u otra, con los márgenes de nuestro propio ser. Considerar las fronteras como espacios esencialme­nte cosmopolit­as, abiertos a lo diferente, pero también a lo contradict­orio, es esencial. Se trata de un intento audaz de representa­r la multiplici­dad de formas que pueden adoptar y da a entender que, si bien el muro puede representa­r seguridad para algunos, para otros es un símbolo de represión. En voz de la poeta chicana Gloria Anzaldúa, autora de Borderland­s / La frontera, “las tierras fronteriza­s son como el Aleph de Jorge Luis Borges, el único lugar de la tierra que contiene todos los demás lugares dentro de él”.

David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanali­sta.

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