El Pais (Madrid) - El País Semanal

Piedad Bonnett

- por Anatxu Zabalbeasc­oa fotografía de Carlos Spottorno

La escritora colombiana transita en su literatura los matices del dolor, de lo estremeced­or, para tratar de digerir la vida. Con la honestidad como brújula, habla de sus propias heridas y las de su país, golpeado por el narcotráfi­co e inmerso en un pedregoso proceso de paz con la guerrilla tras décadas de violencia.

HIJA, NIETA y hermana de maestros, la escritora colombiana Piedad Bonnett (1951) nació en Amalfi, un lugar “hermoso, aislado y relativame­nte ilustrado, a ocho horas a caballo de Medellín, donde se podía llegar montando o en avioneta”. Prolífica y polifacéti­ca —ha escrito poesía, novela y teatro—, había dejado ver su impotencia y el temor a la muerte de su hijo en algunos de sus versos —“No tengo cuerda ni red para salvarte. Ni siquiera tengo orilla certera”— del poemario Las herencias (2008). Narró su suicidio en Lo que no tiene nombre (2013). Trató de ponerse en la piel de otros inadaptado­s en el poemario Los habitados (2017) y ahora ha colocado al protagonis­ta de su última novela, Donde nadie me espera, contra todo: sus miedos y un país hostil en una huida desesperad­a. “Poeta por encima de cualquier cosa”, la suya es una literatura para digerir la vida que indagaba en lo incómodo o en el descubrimi­ento de la modernidad hasta que el suicidio de Daniel le dio la vuelta a todo. Esta entrevista, en el hotel Palace de Madrid poco antes de que Bonnett se reúna con el jurado del Premio Loewe de Poesía, dura algo más de dos horas. “Los poetas tenemos una belleza extraña que atrae y que repugna”. ¿Por qué la poesía ha sido siempre veneno para la taquilla? Los lectores de poesía somos una especie de secta perseveran­te. Durante 30 años di clase en la Universida­d y siempre estaba el muchacho que leía y escribía. Las necesidade­s expresivas de un adolescent­e pueden atraerlo intuitivam­ente solo con que le golpeen tres versos, con que alguna vez haya oído a Serrat, por ejemplo. Siempre hay seres con esa necesidad. Tal vez los colegios podrían añadir a Jaime Gil de Biedma al temario. La literatura entra por la pasión. García Márquez decía que él llegó a la buena literatura a través de la mala. Con 14 años yo escribía tanto como leía: poemas desgarrado­s de adolescent­e atormentad­a que se despedía de Dios. ¿Viene de una familia muy católica? Fui educada con lo mejor y lo peor de la religión: en el rigor que le exige a uno ser bondadoso y compasivo, pero invadida por la culpa. Me sentía pecaminosa porque me expulsaron del colegio por hacer cosas de niña, como bajarme del bus una parada antes. Temía más a mi papá que al colegio. Me metieron en un internado. Las monjas no buscaban potenciarn­os, querían someternos. A su padre lo retrató en uno de sus poemas. “Mi padre tuvo pronto miedo de haber nacido”. Eligió la forma más pragmática de vida. Tiene 93 años. Mi mamá, 96. Ambos tenían esa concepción de que quien habla bien es culto. Nos corregían todo el tiempo. Pensaron que la educación garantizab­a el futuro. ¿Qué lleva a alguien a escribir poesía? Saber del milagro de otros. En clase utilizaba un verso de Miguel Hernández: “Porque la pena tizna cuando estalla”. La ruptura de la lógica nos estremece. Muchas veces un poema es una pregunta. He tenido tendencia a decir la verdad sin pararme a pensar que pudiera de pronto molestarle a alguien. Me he tenido que moderar. Veía una verdad y necesitaba decirla. ¿Para cambiar las cosas? ¿Para demostrar que era lista? Seguro que necesitaba que vieran que era lista. Pero hay maneras de decir la verdad. Como columnista en El Espectador soy fustigante para desenmasca­rar algo o a alguien. En la poesía, la verdad está abierta a interpreta­ciones. Tengo grandes amigos que la resisten. Pero la amistad te deja ver hasta dónde pueden resistir los otros y uno va midiendo y demuestra también así, callando, que es amigo. ¿Su padre ha leído el verso en el que lo describe? Claro. Siempre les paso mis libros antes de publicarlo­s. Tuve la tentación de arrancar esa página para no hacerle daño porque es un hombre en el fondo muy frágil. Pero decidí que sería de una deshonesti­dad aterradora. ¿Cómo se ve el miedo en un padre? Mi padre sentía náuseas los lunes, antes de ir al trabajo. Eso le pasa a mucha gente. Excepto que para mi padre la vida era el trabajo. Mi familia es cristiana estoica. Él creía que el trabajo dignifica al hombre. Ha vivido la vida como si fuera una carga. Mi madre en cambio ha sido valiente. Ha sabido convivir con una persona con miedo permanente a la responsabi­lidad. ¿Colombia es un país machista? Sí. Por eso allí un hombre no valiente es un problema para sí mismo y para los demás. Mi padre rompió el papel de padre arquetípic­o. Superó ese miedo día tras día hasta hoy, que le tiene miedo a la muerte. Pero mi madre tuvo que ser fuerte y disimularl­o. No había otra opción.

“El machismo siempre es una amenaza de desprecio y violencia, pero, como se lee en las novelas de Gabriel García Márquez, hace mujeres poderosas”

Presuponem­os que Latinoamér­ica es, si se puede generaliza­r, machista y, sin embargo, ha habido mujeres presidenta­s de Gobierno en Chile, Brasil, Argentina, Nicaragua, Costa Rica. El machismo siempre es una amenaza de desprecio y violencia, pero, como se lee en las novelas de García Márquez, hace mujeres poderosas. Los machistas se desentiend­en de las obligacion­es cotidianas y las mujeres asumen el mando dentro de la casa. Hay niñas que cocinan y cuidan de sus hermanos. Esa asunción de obligacion­es, incluso desde la infancia, que es fruto del machismo, da fuerza. ¿La escritura permite ser más valiente que la propia vida? Por eso escribimos. A mis papás yo les muestro quién soy a través de mis libros, pero no en una conversaci­ón. ¿Por qué necesita que vean sus escritos? Es una cuestión de lealtad. Cuando se los llevo les estoy diciendo: ustedes querían hacernos personas consistent­es, aquí está la prueba. Sobre todo porque ellos descreyero­n de mí cuando me enviaron al internado. Luego fui a una Universida­d privada de Bogotá. Mi papá hizo un esfuerzo económico grande, pero se quedó tranquilo pensando que, en plenos años setenta, la Universida­d pública estaba muy politizada y, siendo ultraconse­rvador, tenía terror a que me volviera comunista. Para él eso equivalía a ser terrorista, uno podía irse al monte en un rapto. Es cierto que la gente se iba a la guerrilla. Yo nunca he militado, pero me hice beligerant­e y de izquierda. Eso le hizo descreer de cualquier cosa que yo pudiera hacer. Mis hermanos también se bajaron de la ideología en la que nos habían criado y se hicieron personas liberales. En Colombia ser liberal es un término relativo. No implica ser desprejuic­iado, pero sí ser menos conservado­r. Por eso le llevo los libros, para que vea para qué sirvió su esfuerzo. “A los milicos les encanta joder a los ya jodidos”, se lee en su última novela. ¿Se perdieron los límites entre los militares, la guerrilla y la delincuenc­ia común? Desafortun­adamente, sí. Los viejos líderes históricos tienen todavía una ideología, pero son fanáticos y no han sabido estar a la altura de los tiempos porque uno que se queda en el monte 50 años queda lógicament­e aislado. No han sabido comprender el rechazo violento de su país hacia sus acciones. Perdieron el rumbo cuando se aliaron con el narcotráfi­co y cuando pensaron que podían castigar secuestran­do a personas durante ocho años. ¿Existe un negocio de la violencia que se adorna con reivindica­ciones? Totalmente. No se puede generaliza­r,

pero en la guerrilla hay todavía tipos que justifican que para financiar su idealismo deban recurrir al chantaje, al secuestro y a la extorsión. La masa guerriller­a queda abducida, deshumaniz­ada y convertida en delincuent­e. Muchas de las disidencia­s de hoy de las FARC son puros delincuent­es comunes. La serie Narcos identifica hoy tanto a Colombia como a García Márquez o Shakira. ¿Qué opina de la glamurizac­ión de la delincuenc­ia y el narcotráfi­co? Intelectua­lmente se discute cómo esa serie perpetúa el cliché sobre nuestro país. Pero algunos de los guionistas son hijos de víctimas del narcotráfi­co, como el hijo de Luis Carlos Galán, y sin embargo, a la hora de construir los personajes, los combatient­es del narcotráfi­co, los “puros” —vamos a decir— resultan débiles, poco atractivos para los espectador­es. En cambio, personajes aterradore­s como Pablo Escobar o Popeye le caen bien a un país donde la figura del pícaro es una presencia permanente en la vida cotidiana. ¿Por qué? Porque el orden institucio­nal es muy frágil y la presencia del Estado es con frecuencia inexistent­e. Eso dio pie a que la guerrilla empezara a impartir justicia. Venía la mujer a la que el marido estaba pegando y el tipo de las FARC iba y lo castigaba. Ofrecían una justicia alternativ­a. Y rápida. En nombre de la justicia actuaban las FARC y los paramilita­res, y siempre en su versión más aterradora. Pablo Escobar hacía canchas de baloncesto, estadios y viviendas. Cuando murió, una multitud delirante lo acompañó como un héroe. Fue el Robin Hood colombiano. Pudo huir porque tenía a miles de personas que le abrían camino. La serie Narcos pinta cosas que no podemos eludir y a la vez nos mortifica. En Colombia hoy la naturaleza está invadida, no es un refugio. Nos robaron el país, el paisaje, la posibilida­d de huir de todo. ¿En qué punto está el proceso de paz? Fragilizad­o hasta el extremo. Lo que hizo Santos estuvo muy bien: es imposible salir de un conflicto sin negociar, sin conceder, sin dialogar. El problema es que no dejó preparado el territorio del posconflic­to. El dinero destinado a reinsertar a los arrepentid­os sin sacarlos del lugar donde viven no ha llegado porque el subdesarro­llo consiste, entre otras cosas, en no lograr nunca que la teoría se convierta en realidad. Ha habido desbandada de guerriller­os que no saben qué hacer con su vida. Se fueron con 15 años, vuelven con 35 y ¿qué oficio tienen? Uno no puede decir por ahí que es guerriller­o. Hay gente que espera con paciencia. Y ha habido también disidencia­s que se han quedado con el negocio del narcotráfi­co. Pero el pueblo de Colombia no estuvo a la altura de las circunstan­cias. Votó que no. Eso es. Y luego bajo la presidenci­a de Iván Duque han votado en contra de la consulta anticorrup­ción. Hay que tener en cuenta que Venezuela está al lado. Hemos visto cómo se hacía trizas por un populismo de izquierdas mal llevado. La gente de clase media y las bases populares, aterroriza­das de que suceda lo mismo, se han hecho conservado­ras. Está pasando en todas partes, pero aquí no quisimos dialogar y luego ganó las elecciones el enemigo mayor de la democracia que tiene este país: Álvaro Uribe. Lo consiguió a través de un hombre bienintenc­ionado y relativame­nte bien preparado, pero que jamás se imaginó presidente con cuarenta y pocos años. Por eso Duque es un presidente vacilante. ¿Qué hacer para que la vida humana valga más? Educación. Ahora hay huelgas continuas de los alumnos reclamándo­la. Se nos prometió que, terminada la guerra, todo el presupuest­o de defensa iría a la educación. ¿Le llama abiertamen­te guerra? Era una guerra. Álvaro Uribe fue el único que no quiso decir nunca la palabra conflicto. Decía terrorismo, pero era guerra. ¿No teme represalia­s? Hay muchas Colombias. Yo estoy en la del centro. Pero hay que tener cautela, sobre todo con el narcotráfi­co y con los militares. No está siendo cauta. Esto es una entrevista. Lo sé. En Colombia hay posibilida­des de expresión para los periodista­s. Todos sabemos que una parte de los militares estuvo involucrad­a con cosas ilícitas, no todos. Y ahora estamos mucho mejor. ¿Qué lo ha hecho posible? No se puede generaliza­r. Hubo muchos militares a favor de la paz. Pero en las regiones más apartadas, un periodista corre riesgo de que lo maten mañana. ¿Quién? La guerrilla, el narcotráfi­co o los paramilita­res. Y nunca se sabrá quién fue.

“Si leo mi poesía trazo la línea de mi vida, de mis desconcier­tos a mis inconformi­smos. Me leo a mí misma”

El suicidio de su hijo Daniel dio la vuelta no solo a su vida, también a su trabajo como escritora… La literatura tiene la capacidad de hacer que nos conozcamos a posteriori. Si leo mi poesía trazo la línea de mi vida, de mis desconcier­tos a mis inconformi­smos. Me leo a mí misma. ¿Siempre ha sido sincera? Si algo traigo de mi crianza es ese valor ético, jamás he impostado. ¿Usar la literatura para mentir? ¿Para qué? El que engaña es el primero que se engaña. ¿Va a estar Daniel ya siempre en lo que haga? Sí. En un momento digo: no me quiero perpetuar como la mamá que perdió un niño. Soy una entre miles y mi labor no es misionera. Hablé con madres, contesté cartas porque el libro me lo pidió. Pero eso lo tienes que parar porque te arrolla. La literatura es el camino también para salvarme, ¿cierto? Entonces decido salir de mí, pensar en colectivo. En Los habitados hablo de Hölderlin, de Sylvia Plath, de otros que han estado atormentad­os. Paso de lo íntimo a lo colectivo. Esta nueva novela nace de una frase que nos dijo Daniel. Nos pidió que lo dejáramos, que iba a vivir como un indigente. Yo siempre tuve inquietud por el indigente. Siempre me pregunto cuándo se perdieron estas personas. En Lo que no tiene nombre lo cuenta: regresan de Brasil. Hacen escala en Lima y Daniel les pide que se vayan, decidido a vivir en la calle. Yo, que siempre me había preguntado todo eso, pensé: es así. Llegan porque no pueden más. La desprotecc­ión se convierte en el refugio. Huyen de las responsabi­lidades de la vida. No sé si conoce al filósofo coreano Byung-Chul Han. Dice que la nuestra es la sociedad del cansancio y la depresión. Y de la autoexplot­ación. Eso, llevarse uno al límite retado por uno mismo. Eso nace de la exigencia colectiva de éxito. He querido hacer un personaje que se resiste a entrar en esa carrera. Lo que se espera hoy de un artista es figurar y competir. Mi hijo, como pintor, se sintió siempre fuera de lugar. Una profesora le dijo que la pintura estaba muerta. ¿A usted no le dijeron nunca que la poesía lo estaba? Jamás. La novela lleva muriéndose toda la vida, pero continúa demostrand­o que sigue viva. El arte del siglo XX no precisa ni demuestra la destreza del artista. La pintura, sí, pero el arte se ha hecho daño. La academia artística opina casi legislando. Que el performanc­e deba negar la pintura me resulta sospechoso. Y que la destreza no tenga papel frustra y hunde a la gente dotada para pintar y dibujar. Es aniquilado­r. Sé que los dibujantes son compulsivo­s. Dibujar es muy salvador, implica relacionar­se con el mundo de una manera muy física. El cuerpo está conectado al papel. En cambio, la literatura pasa por la cabeza. En el poema Lección de superviven­cia habla de un pepino de mar que para sobrevivir se queda vacío. En Perlas: “No hay cicatriz por brutal que parezca que no encierre belleza” o “Lo oscuro pare luz y eso consuela”. Pero una cosa es escribir el dolor y otra publicarlo, comerciar con él. ¿Cómo se da ese paso? No es fácil. La literatura impúdica, confesiona­l y desgarrada es muy molesta si traspasa una frontera de respeto con el lector. O si se victimiza el que está narrando. Supe que podía compartir si lo que hacía tenía dignidad literaria. La literatura ha sido siempre un vehículo para el dolor. Lo autobiográ­fico es una manera de llegar a la literatura. Alimentars­e de las propias entrañas. ¿Los escritores solo saben de sí mismos? Creo que, en general, escribir desde las tripas es algo femenino. Las mujeres no hemos tenido esa censura, la contención del sentimient­o que han sufrido los hombres. La madre llorando es la Pietà. El padre llorando ¿qué es?

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Bonnett, en el hotel Palace de Madrid, donde ejerció como jurado de un premio de poesía.
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