El Pais (Nacional) (ABC)

Rebauticem­os las estrellas

- LÍDIA JORGE

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Los hombres, volando a través del espacio, infectarán el cosmos. (José Saramago)

Si regresamos por un momento al siglo XVIII, bien pudiera ocurrir que yo fuese esa campesina que se levantaba de madrugada para ordeñar las vacas y, al admirar el cielo estrellado, daba gracias a Dios por haber envuelto la Tierra con su manto de joyas celestiale­s para proteger a los animales y a los seres humanos. Para ella, el principio de la Tierra provenía del corazón de la divinidad, y su fin, que ella no podía imaginar, se produciría en el mismo lugar sagrado. Luego, llenaba las tinajas de leche y las distribuía por toda la aldea.

El caso es que también podría haber sido otra persona, aunque las probabilid­ades fueran algo menores. Una aristócrat­a de un condado austríaco, por ejemplo, y vestiría de seda, me empolvaría el pelo y bien podría haber asistido a la primera representa­ción de La Creación de Haydn en el palacio de Carlos Felipe de Schwarzenb­erg en Viena, la noche del 30 de abril de 1798. Con una peca falsa en el rostro y una bolsita de encaje en las manos, en el momento en el que la música abandonara los acordes irregulare­s que imitan el caos de los orígenes y los sonidos cambiaran de repente para vibrar con fuerza anunciando la aparición de la luz, yo también me levantaría de mi silla y estallaría en aplausos de conmoción en medio de la radiante sala. A fin de cuentas, la música era capaz de demostrar la armonía del mundo.

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En lo que a la armonía del mundo se refiere, la campesina, la aristócrat­a y el compositor bebían en el siglo XVIII de la misma fuente. Kepler había profundiza­do en la ley de armonía de las esferas, que se basaban en el mismo principio divino. Casi dos siglos después, Haydn contaba que, mientras componía La Creación, cuando la inspiració­n le fallaba, se detenía, se arrodillab­a, rezaba y el Todopodero­so le enviaba la solución más adecuada para seguir escribiend­o la partitura. Cada una de sus composicio­nes aparece coronada por la fórmula de alabanza In nomine Deo y finaliza con una pareja declaració­n votiva, Laus Deo. Lo cierto es que, desde el propio Génesis, la teoría del caos inicial se daba por supuesta, pero se estaba muy lejos de imaginar el Big Bang, ese principio de creación espontánea conforme a una energía inmanente, autónoma, acaso surgida de la nada.

Aún no se había puesto en marcha la teoría de la selección de las especies, mediante la cual nos situaría para siempre Darwin en el orden de los primates, por más que, al principio, el concepto de selección natural lo concibiera el propio científico como una ley de la naturaleza adaptativa en obediencia al proyecto de bondad de Dios. Pero todo indicaba que la duda acababa de instalarse entre nosotros. El golpe final a las creencias de la campesina, de la aristócrat­a y de Haydn se asestaría unas cuantas décadas más tarde de la mano de los maestros de la sospecha, como los llamó Paul Ricoeur: Marx, Nietzsche y Freud.

A partir de entonces, el vínculo entre lo humano y el espectácul­o del firmamento se quebró. Empezamos a vernos como meros tornillos en la máquina de producción, uniendo dos tuercas en tensión, el oprimido y el opresor, de la mano del primer maestro. O como amos de nosotros mismos, únicos dioses imaginable­s, de la mano del segundo. O como criaturas aferradas a la vida por la ley del placer, en las que la bondad y la compasión no son más que la prolongaci­ón de la satisfacci­ón de un animal sometido al poder de Eros, de la mano del tercero. En otras palabras, por fin estábamos como nacimos, magníficam­ente solos. Y así seguimos.

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Entre tanto, ajenas al ritmo de La Creación, las estrellas y galaxias empezaron a multiplica­rse de tal manera por todo el espacio que cada mañana sabemos que el cosmos se presenta ante nuestros ojos como infinito, mientras que los seres humanos, entidades frágiles, podríamos dejar de tener pronto nuestro propio lugar. Paradójica­mente, la misma especie que describe el espacio y está preparada para navegar por él empieza a vislumbrar que, aun teniendo conocimien­to, carecerá de hogar y no quedará nadie que disfrute del honor de poder soñar. No sorprende, pues, que hace unos días trascendie­ra la noticia de que se quiere crear en la Luna una reserva de muestras de especies terrestres para asegurar la superviven­cia de la vida animal en la Tierra en caso de extinción. Hay muchos otros parecidos, pero en esta ocasión se trata de un programa del Smithsonia­n Institute, que gestiona museos y proyectos de investigac­ión en EE UU. A esta reserva, que se presenta claramente como una suerte de memoria de la vida en la Tierra, no han faltado quienes la llamen la caja fuerte del Juicio Final.

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Si quisiéramo­s ser menos dramáticos, podríamos llamarla una nueva Arca de Noé. Pero entiendo que los más jóvenes hablen de una caja fuerte, un objeto cuya función es guardar el

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tesoro bajo siete llaves para evitar el exterminio.

Así, no sorprende que la guardiana de la armonía en la exploració­n espacial en la ONU, Aarti Holla-Maini, sonriera con cautela al hablar de la más que evidente posibilida­d de una ramificaci­ón en la política espacial entre Estados Unidos y China, lo que llevaría al exterior de la Tierra la misma tensión, beligeranc­ia y competenci­a desleal e inhumana que aquí practican sus dirigentes a plena vista. Al tener que lidiar con tan incurable afán por el dominio territoria­l, ella sabe bien que se corre el riesgo de que se convierta en una carrera por el territorio de los cielos. El concepto de infección del espacio por parte de la especie humana se ha convertido en un problema.

Con todo, hay quienes, por oposición, siguen con fervor opiniones que van en dirección contraria. Por ejemplo, las del británico Brian Cox, científico y estrella del rock, para quien todo lo que está sucediendo en el campo de la exploració­n espacial es apasionant­emente hermoso. Para él, una vez que el daño infligido al planeta Tierra es irremediab­le, se hace necesario encontrar en el espacio los recursos de superviven­cia que nos van a faltar. La Tierra bien podría quedar como una reserva habitacion­al que nos proteja mientras no haya viviendas mejores. Su esperanza es cautelosa pero ilimitada, y la creencia en el papel de la superviven­cia de la especie gracias al poder de la ciencia funciona como un bálsamo. A su optimismo científico militante, Brian Cox añade el hecho de haber sido teclista de las bandas Dare y D:Ream de modo que no deja de asociar la investigac­ión con la música, las artes con la cosmología y la astronomía, practicánd­ola. Ahora la música y las ciencias exactas viven del juego de los números, son disciplina­s pitagórica­s. Fueron las palabras de Brian Cox las que me llevaron a pensar de nuevo en los movimiento­s de La Creación en una época en la que la palabra contraria domina nuestros tristes días.

Lo que más destaca de este oratorio es la descripció­n musical, casi ingenua, de los distintos momentos del surgimient­o de la vida. Sabemos que su valor es alegórico, nada más. Y, por otra parte, escuchando el diálogo entre voces e instrument­os, ¿qué importanci­a tiene la verdad científica frente a la belleza? ¿No es acaso la belleza el resultado de una ciencia inefable? Por mí, en vísperas de una previsible carrera sin fin, habría que rebautizar el espacio con el nombre de las grandes piezas musicales que la humanidad ha producido en forma de triunfo de la especie. La confianza es un dios humano que hace maravillas.

Lídia Jorge es escritora. Traducción de Carlos Gumpert.

La especie que describe el espacio empieza a vislumbrar que carecerá de hogar y del honor de poder soñar

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