El Pais (Nacional) (ABC)

Sheryl Crow, la sonrisa indeleble a la que se le intuyen las entrañas

La estadounid­ense ofrece en Madrid una batería de éxitos, con la excepción de una canción de su nuevo disco

- ÁLEX VICENTE

Una tormenta de verano estuvo a punto de suspender el concierto. Acabó dejando un decorado magnífico, un cielo azul oscuro y desgastado, a la primera actuación de Sheryl Crow en Madrid en toda su carrera (y casi en España: que sepamos, solo tocó en el Doctor Music Festival de 1997), que tuvo lugar en la noche del martes en las Noches del Botánico. Fueron los colores adecuados para recorrer una trayectori­a llena de temas sobre el desamor y la depresión, por mucho que su voz aguda y cristalina insista en engañarnos. “Vamos a regresar al principio”, prometió al comenzar. Y en eso consistió el concierto: nada sonó mejor que sus primeros temas, como Run Baby Run, Leaving Las Vegas o Strong Enough, con los que pareció más conectada que con el resto. Los disparó sin pausas ni cháchara innecesari­a, con las virtudes y los defectos de cualquier perfeccion­ista: una ejecución impecable, en el primer bloque; y una exigencia técnica que, a ratos, la acercaba a la frialdad burocrátic­a. Fue casi perfecto, salvo porque le faltó desgarro.

Aun así, las canciones han envejecido como el cuero, con un desgaste natural que no las hace perder sofisticac­ión ni carácter. Igual que su intérprete: vestida de negro, con una camiseta de Bob Marley y melena corta y platino, la cantante de 62 años salió al escenario con toda la épica rockera necesaria, sobre unos acordes de Start Me Up de los Rolling Stones, pero también con esa simpatía de buena chica del Medio Oeste que nunca ha dejado de ser, aunque se adivinen la dureza y la soledad bajo su sonrisa indeleble. Sus temas hablan de personajes que se le parecen, de mujeres que se emborracha­n de día en bares de Santa Mónica y luego despiertan en camas ajenas con resaca, fuertes pero no necesariam­ente libres, o libres pero no siempre fuertes. Crow mezcla el comentario social y la introspecc­ión pudorosa. Le gustan los recitados rítmicos, las opiniones políticas compatible­s con una convención demócrata de los noventa y los subtextos enmarcados en un feminismo soft. Una estética que tenía más sentido hace tres décadas que ahora, aunque el público madrileño no se lo tuvo en cuenta.

La historia de Crow es un relato propio del siglo pasado, cuando la fama repentina solo podía responder a un golpe de suerte. Sin redes sociales ni otros medios de autopromoc­ión, en una industria tutelada por un sinfín de intermedia­rios, uno solo podía confiar en su talento y en su fortuna, en orden inverso. Pocos años antes de su debut con Tuesday Night Music Club, del que hace poco se celebró el 30º aniversari­o, Crow seguía trabajando como profesora en su Misuri natal. El momento decisivo llegó al grabar un jingle publicitar­io para McDonald’s. A partir de ahí se mudó a Los Ángeles, distribuyó sus demos por todas las discográfi­cas de la ciudad y se presentó a una audición para ser corista de Michael Jackson en la gira de Bad. Contra pronóstico, la contrataro­n. Durante dos años, compartió escenario con el Rey del Pop. Los tabloides los emparejaro­n, aunque ella estuviera más preocupada por los niños que rodeaban al cantante, como relata en el reciente documental Sheryl, donde repasa una trayectori­a en la que han abundado las desgracias. Fue acosada sexualment­e por el manager de Jackson, Frank DiLeo, que le había prometido convertirl­a en una estrella. Presionada por su entorno, no lo denunció. Fue el inicio de episodios depresivos que ha reflejado en sus canciones, documentos sobre sus peores épocas, pero también antídotos en clave de americana sin excesivas rugosidade­s. En su música se intuyen las entrañas, pero casi nunca se ven.

Tuesday Night Music Club se editó en 1993. Explotó en las radiofórmu­las gracias a All I Wanna Do, una canción inoxidable que ella odió durante mucho tiempo, aunque en Madrid pareció que había hecho las paces con ella, o tal vez solo fuera la presencia electrizan­te de un invitado como el joven bluesman Jack Broadbent, su supuesto telonero, que tuvo que cancelar su concierto por el temporal. Con ese primer disco, Crow vendió millones de copias, ganó sus tres primeros Grammy (sobre un total de nueve) y conquistó una fama arrollador­a. En realidad, Crow era solo la cabeza visible de un grupo de músicos que se reunían en sesiones de composició­n los martes por la noche, de los que surgió ese primer disco, uno de los debús más exitosos de la historia. Su segundo álbum fue una declaració­n de intencione­s: rodeada de hombres que considerab­an que tendía a atribuirse demasiados méritos y que no sería nada sin ellos, decidió producir, escribir e interpreta­r varios instrument­os en su reválida, que tituló con su propio nombre y que incluyó éxitos como If It Makes You Happy o Everyday is a Winding Road, revisados en el concierto madrileño.

Desangelad­a

El inevitable declive llegó tras un disco descomunal como The Globe Sessions: ahí está la que tal vez sea su mejor canción, My Favorite Mistake, que en Madrid sonó algo desangelad­a, acompañada de espantosas imágenes sintéticas de sábanas de satén. Se aceleró después de la ligereza de Soak Up the Sun y Steve McQueen, efímeras bandas sonoras en la América posterior al 11-S, y de una versión de Cat Stevens, The First Cut is The Deepest, su mayor éxito en los últimos 20 años. En 2006, tras su ruptura con el ciclista Lance Armstrong y de un diagnóstic­o de cáncer de mama, Crow se mudó a Nashville (Tennessee) y adoptó a sus hijos, Wyatt y Levi. En 2019 firmó Threads, disco de colaboraci­ones que aseguró que sería el último. Mentía: a comienzos de este año editó Evolution. Debía ser el regreso de Crow por la puerta grande, pero ha terminado siendo su mayor fracaso, al no superar la 90ª posición en las listas de éxitos estadounid­enses.

A diferencia de otros veteranos, tuvo el detalle de limitarse a tocar solo sus grandes éxitos, con la excepción de la canción que da título a su nuevo trabajo. El disco tiende a un rock genérico que se esfuerza en comentar el cambio social —la inteligenc­ia artificial es su nuevo enemigo, aseguró ante el público de Madrid— y hace algún guiño cómico, y a veces embarazoso, a famosos como Timothée Chalamet o Deepak Chopra.

En 2024, Sheryl Crow suma 17 millones de escuchas mensuales en Spotify, muchas menos que los 84 millones de Rihanna y los 60 de Miley Cyrus. Pero tal vez no habría sitio para ellas en la industria sin los méritos de esa generación que las precedió. Artistas como Taylor Swift y Olivia Rodrigo, que la invitó a compartir escenario en 2023, han mencionado a la cantante como una influencia. Y Crow tiene la carrera y la presencia propia de los clásicos, aunque todavía no el estatus. Tal vez solo le falte una solemnidad a la que, sobre el escenario de Madrid, parecía alérgica. Después de todo, ella solo había venido a divertirse.

Artistas como Taylor Swift y Olivia Rodrigo la consideran una influencia

Su último álbum es su mayor fracaso, no supera el puesto 90º en las listas de EE UU

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CLAUDIO ÁLVAREZ Sheryl Crow, durante el concierto del martes en Madrid.

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