El Pais (Nacional) (ABC)

Cómo sobrevivir a la Titan Desert sin ser un titán

Seis etapas a pedales entre el Atlas y el desierto marroquí dan para preguntars­e qué impulsa a participar en estas aventuras

- ÓSCAR GOGORZA

Acuclillad­o en el margen derecho de la pista, el hombre me mira. Después, me sonríe. Le sonrío, pero creo que solo se me dibuja una mueca, o un resoplido. Miro la pantalla del GPS, que marca mi velocidad: cinco kilómetros por hora. Llevo un buen rato solo, pedaleando entre piedras cuesta arriba. Miro de nuevo al hombre, que sigue sonriendo, sin muchos dientes que exhibir. De pronto, me pregunta en francés “Qu´est ce que tu fais?” (¿qué haces?). Podía haberle contestado de diversas maneras, pero opto por atajar: “L’idiot” (el idiota). Estalla en una carcajada, se levanta, saluda con la mano y sigue pista abajo. Estoy en el kilómetro 50 de la primera etapa de la Titan Desert, en Marruecos. Me faltan otros 50 para llegar a meta y los calambres en los cuádriceps ya me han obligado a caminar unos centenares de metros con la bici en la mano. Esto promete. Por delante, cinco etapas más en un viaje de locos desde las montañas del atlas hasta las dunas de Erg Chebbi, en el desierto. Una vez más, me pregunto qué demonios hago aquí. Parece que soy el único que no lo tiene claro. El resto, 460 inscritos, lucen una determinac­ión fanática y exhiben dos tipos de objetivos: competir a muerte o terminar (ser finisher), sencillame­nte, cueste lo que cueste. No es lo mis mo, aunque lo parezca. Por fin me adelanta uno, cuando ya se divisa el collado. Me ve tratando de darle vida a mis muslos con golpecitos. “Geles, tío, geles, tómate todos los que tengas”, y se aleja. Tengo cuatro geles, pero apenas he probado alguno en mi vida. Me los trago todos en menos de una hora, y poco a poco recupero las piernas. Pienso que es lo más cerca que estaré jamás de doparme. Los geles funcionan. A 15 kilómetros de la meta, los calambres me sacuden de nuevo, pero encuentro un gel sin abrir en el suelo. Me abalanzo sobre él y me lo trago. Soy un yonqui de los geles.

El escenario en el que vivimos mientras dura la prueba es lo más parecido a un campo de trabajos forzados, la versión desértica de un gulag. Todos los días, los altavoces sacuden la paz de las haimas donde descansamo­s de tres en tres con la odiosa canción de The Lumineers titualada Ho, hey. Pero hay algo mucho peor: un discurso motivador que me pone los pelos como escarpias antes de empezar con la rutina de las colas: para ir al baño, para coger agua, para el control de firmas, para desayunar, para casi todo. Hago todo eso en un estado vecino de la depresión. ¿Qué hago aquí? Después, darán la salida, nos dejarán seguir un track, sufriremos como perros, y regresarem­os al orden establecid­o del campamento. Lo dicho, un gulag.

Entre exprofesio­nales de la carretera y profesiona­les del mountain bike, hay 40 fieras sueltas por el lugar. Cuento mis geles y no me alcanzan. Necesito siete diarios para estar tranquilo. Como buen enganchado, acudo al mercado negro y compro más, muchos más. Los habituales de la carrera (sí, los hay que han participad­o una docena de veces) aseguran que el nivel medio ha crecido mucho, que cada vez acuden ciclistas más preparados, hombres y mujeres que se toman la cita muy a pecho. Pero lo cierto es que no hay muchos jóvenes, pero sí más de sesenta sesentones, un centenar largo de cincuenton­es y otros tantos cuarentone­s. La inscripció­n cuesta unos 2.000 euros, pero no es caro si se tiene en cuenta el enorme despliegue logístico y de seguridad que requiere la cita. Si uno lo desea, también puede contratar servicios de un mecánico y masajista: todo para descansar al máximo. Yo no tengo ni lo uno ni lo otro, pero de tarde en tarde robo un hielo del cubo de las bebidas y me masajeo los muslos con suavidad. Psicológic­amente es un gesto importante.

En los primeros 15 kilómetros de la segunda etapa y lo mismo hasta la sexta y última, se sale tan rápido que las piernas aúllan y la garganta se llena de un terrible sabor a sangre. Es el momento clave del día: el enorme pelotón estalla en pedazos y uno debe acomodarse en un grupo que sea rápido pero no demasiado. Entenderlo casi me cuesta la salud. Pero cuando ya te haces a tu grupo y reconoces a los de tu calaña solo debes preocupart­e de no caerte, no reventar

“Tío, tómate todos los geles que tengas”, me dice un corredor de la prueba

El escenario en el que vivimos es lo más parecido a un campo de trabajos forzados

una rueda y, sobre todo, de jamás quedarte solo. Existen infinidad de carreras dentro de la carrera. Casi todas a cara de perro. En la tercera etapa, me parece que llevo horas sufriendo como un perro a cola de una fila india de 20 unidades. Es mi grupo, pero van a tirones y estoy destrozado. Llegamos a un punto de agua y todos se lanzan sobre las botellas como tiburones. Ni se bajan de la bici. Decido que ya está bien. Paso. Evacuo mirando el paisaje seco, ocre y lunar y veo a mi lado a Prudencio Indurain, quien me dice que también se planta. Uno de sus compañeros de equipo le necesita así que les pido un sitio en el vagón. Prudencio nos quita el viento que sopla de costado, nos anima, y nos devuelve finalmente al grupo.

Una de las etapas más famosas de la prueba es la que cruza las dunas de Erg Chebbi. Al entrar en la duna, los grupos estallan como fulminados por una granada: todos pie a tierra. Empujamos las bicis duna arriba duna abajo durante casi cuatro kilómetros. No es lo peor: después alcanzamos una meseta donde tierra, piedras y arena convierten el pedaleo en un suplicio. La enfermería se llena esa tarde de llagas en el trasero, dolores cervicales, manos arruinadas por el traqueteo y deshidrata­dos. Lo más alucinante es que nadie se queja. El estoicismo de estas personas es sobrenatur­al. Dejando al margen los cinco o 10 que se pegan por ganar la Titan Desert (vence Luis León Sánchez), el resto nos zurramos por migajas. Lo que nadie admite es darse por vencido. La carrera resulta tan dura como queramos que sea. El problema viene cuando uno cree que necesita competir. Porque nos gusta.

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Participan­tes en la Titan Desert, en una imagen cedida por la organizaci­ón.
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Luis León Sánchez, tras ganar.

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