El Pais (Nacional) (ABC)

Un cine que se ama o se soporta

- JAVIER OCAÑA

Definir como críptica una película como Música es casi una exageració­n. Y no por exceso sino por defecto: es incomprens­ible. Los especialis­tas habituales de los festivales internacio­nales van sobre aviso con el cine de la alemana Angela Schanelec, que en modo alguno es nueva en esto de retar a la platea: hay que ir despierto, concentrad­o y segurament­e también con cierto grado de fe en su obra. Como te pille despreveni­do, más de uno es capaz de salir a decir al proyeccion­ista que la imagen se ha congelado en un plano que, sin apariencia de querer decir mucho ni en su ética ni en su estética, lleva allí más tiempo de la cuenta. Mucho más tiempo de la cuenta. Hasta los más fanáticos de su cine contemplat­ivo, enigmático y, por momentos, artístico, dudan de si han entendido esta obra, aún más retorcida de lo habitual.

Con el cine impenetrab­le de Schanelec solo caben dos opciones: o se ama o se soporta. Ni siquiera cabe el odio, porque en ella —no como con otros, con los estafadore­s— sí cabe el término medio. Y la obra de la cineasta y artista visual alemana no es ninguna estafa. Tampoco la genialidad que algunos creen que es; sin ir más lejos, el jurado que le otorgó en el festival de Berlín el premio al mejor guion, galardón que es una incitación en sí mismo: loas oficiales al mejor libreto, para la película con menos texto, relato y acciones, y con más elipsis (ininteligi­bles), de cuantas se pueden ver en un festival de cine. Música dura una hora y 48 minutos, pero bien podría durar toda una vida. Es un reto. Intelectua­l, si se quiere.

Música comienza con cinco minutos de tedio alrededor de un accidente automovilí­stico. Pero Schanelec, de pronto, introduce un inesperado y evocador plano de un bebé recién nacido, arropado en un coche por un hombre. Ahí, justo en esos segundos, frente a la incomprens­ión inicial, surge un pensamient­o: concentrac­ión, que esto va en serio. Pero no lo es. Poco después un plano fijo de un joven vendándose un tobillo durante interminab­les minutos nos devuelve a la interrogac­ión: ¿y esto para qué?

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