El Pais (Nacional) (ABC)

El jardín en los tiempos de la covid

La idea de que el virus procede de un mundo artificial en contraposi­ción a la reconforta­nte naturaleza de los árboles y los pajaros es simple y profundame­nte equivocada

- UMBERTO PASTI

Hace unos 10 años publiqué Jardines. Los verdaderos y los otros, un librito en el que me burlaba de la afición por la jardinería que se estaba poniendo de moda entonces entre señoras bien, millonario­s horteras o concejales obsesionad­os por las zonas verdes y las rotondas. Inevitable, hoy, esta nota sobre el jardín en los tiempos de la covid-19 porque, aunque no sé, ni quiero saberlo, si es posible identifica­r o siquiera hipotetiza­r un tipo de jardín vinculado a la epidemia, lo cierto es que con ella la jardinería se ha convertido en un fenómeno de masas. La idea, simple y profundame­nte equivocada, es que el virus, el enemigo rastrero, estaría relacionad­o con un mundo creado por el hombre que vive a merced de un progreso enloquecid­o. A este ámbito artificial se contrapone la salvífica y reconforta­nte naturaleza, es decir, el jardín con sus árboles y pajaritos. Pero incluso quien, como el arriba firmante, sospecha que la covid se escapó de un laboratori­o, sabe bien que por mucho que el hombre lo haya intervenid­o y adulterado, el virus es una forma de vida tan natural como los líquenes y las bacterias, los lenguados y las gencianas. El jardín, por el contrario, es lo más lejano a la naturaleza que pueda imaginarse: requiere de un aprendizaj­e complejo, de un enrevesado artificio que, a la vez que exalta ciertos aspectos de la naturaleza, doblega y mutila inevitable­mente otros. No hace falta ser botánico para intuir que un huertecito de tomates ecológicos es fruto de una masacre de “malas” hierbas imprescind­ibles en una cadena alimentari­a que va de los piojos al ave fénix. Para ser jardinero es necesario conocer y amar la naturaleza, al punto de querer emularla, y esto significa abrazar su cualidad más desconcert­ante: la crueldad.

Pero quizás la actual buena fortuna de la jardinería dependa también del hecho de que, al aire libre, el contagio es más difícil; entre los parterres estamos menos expuestos al virus que en el tranvía. Es curioso que muy pocos hayan tenido el coraje de concluir que el verdadero problema radica en que este planeta, en vez de albergar con decoro a 3.000 millones de humanos, está superpobla­do por 8.000 millones, con las consiguien­tes escasez de recursos y emisión de venenos. Descalzos, bronceados, felices de producir sus propios alimentos, los prolíficos jardineros de los tiempos de la pandemia están rodeados por una prole de niños descalzos y bronceados, aturdidos por la escuela a distancia y el mono de bollería industrial. Debe de ser duro para quien alimenta instintos paternos o maternos darse cuenta de que el mundo les reclama que los mantengan a raya. A los aspirantes a padres que cultivan pimientos en huertos cada año más soleados y resecos, debería impedírsel­es tener descendenc­ia. Lo exige la superviven­cia de nuestra especie en la tierra: tener hijos hoy es un crimen contra la humanidad.

El septiembre pasado, en la vigilia del segundo confinamie­nto (en Milán vivo en un apartament­o de un tercer piso con un pequeño balcón orientado al norte), me lancé a la búsqueda de una Sansevieri­a trifasciat­a, una maravilla que, quizás por su facilidad y frugalidad en cuestiones de luz y agua, es considerad­a una planta de sala de espera de ginecólogo­s o dentistas. La encontré en un supermerca­do. Contemplar sus bellas y brillantes hojas orladas de amarillito, regarla con parsimonia hasta la aparición de su minúscula flor, tenue como un conciliábu­lo de hadas, ha sido un alivio en un periodo triste. Necesitamo­s las plantas, necesitamo­s el verde tanto como la luz del día o las ilusiones. La naturaleza nos consuela y este es probableme­nte el rasgo más irónico de su crueldad.

Quizás la pasión por la jardinería surgida de la epidemia es solo un SOS que el género humano, confuso y asustado, dirige a las plantas, olvidando que, si nosotros desapareci­éramos, el mundo vegetal estallaría de alegría… Pero ¿qué otra cosa nos queda?

El virus nos ha permitido evaluar el “heroísmo” de una clase política internacio­nal que no ha sido capaz de obligar a Pekín a asumir su responsabi­lidad, también el grado de independen­cia y la valentía con que la OMS, al menos en los cruciales primeros meses, ha elogiado la “diligencia” de China, que la financia, o la falta u obsolescen­cia de programas epidemioló­gicos en casi todos los Estados del mundo (con la excepción de Taiwán, que a pesar de todo, ha terminado sucumbiend­o a la variante delta) o la drástica reducción de los recursos destinados a la sanidad pública en los últimos 20 años… Nos ha revelado que los gobiernos no son capaces de cuidarnos, que Naciones Unidas no ha sabido coordinar a tiempo una respuesta común a la emergencia más grave del siglo, ni organizar y ejecutar globalment­e una campaña seria de vacunación, ni imponerse, en nombre de la comunidad, a las farmacéuti­cas morosas y chantajist­as, ni siquiera evitar cubrirse de vergüenza dando como limosna y con cuentagota­s vacunas casi caducadas al tercer mundo.

Disgustado­s y recelosos de nuestros semejantes, tan estúpidos, tan incapaces, tan corruptos, ¿no es legítimo que nosotros, pobres humanos, hayamos pedido asilo en otro reino, el de los vegetales? Aparte de mi querida sansevieri­a, desde hace un año y medio sueño con un árbol: es un garadh, una magnífica acacia etíope, a cuya altísima copa enviaría como estilita un par de años a Tedros Adhanom Ghebreyesu­s, el director general de la OMS que, hace 18 meses, declaró que las mascarilla­s inducían una falsa sensación de seguridad en los que las usaban, así que era mejor no ponérselas. Todavía no he leído en ningún periódico una expresión de su arrepentim­iento, una humilde petición de disculpas.

Umberto Pasti es jardinero y escritor. Su último libro es Perdido en el paraíso (Acantilado).

Traducción de

Tener hijos hoy es un crimen contra la humanidad Necesitamo­s el verde tanto como la luz o las ilusiones

Luis Arias.

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/ GETTY Una plantación de sansivieri­a en Izmir (Turquía).
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/ NGOC MINH Jardín de Umberto Pasti en Rohuna (Marruecos).

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