Cuando la distopía nos atrapa
Hace 30 años, el gran debate del urbanismo en Barcelona era si las plazas debían ser duras o blandas. Por plaza dura se entendía, según la definición de la arquitecta Izaskun Chinchilla, un espacio público extenso y abierto hecho de hormigón y materiales rígidos como el granito, más apto para malabarismos de skaters que para acoger ancianas con andadores. Eran espacios diáfanos con mucho sol, como la explanada de la plaza del Escorxador o los alrededores del Maremagnum, sin vegetación ni protección o como mucho, alguna pérgola, también metálica, como las que hay en plaza de los Països Catalans, más estéticas que eficaces a la hora de hacer sombra. Esta plaza, diseñada por Helio Piñón y Albert Viaplana, recibió en 1984 el Premio
FAD de arquitectura y en 2019 fue catalogada como patrimonio de especial protección.
Poco podíamos imaginar entonces que el paradigma iba a cambiar tanto y tan rápidamente. El gran reto de Barcelona es hoy construir refugios climáticos, aumentar el arbolado para rebajar la temperatura de plazas y calles, y combatir el efecto isla de calor, que en los días calurosos convierte la trama urbana en un horno invivible tanto de día como de noche. Desde 2019 se han creado 197 refugios climáticos distribuidos por toda la ciudad. Con los 42 que se han añadido este año, el 95% de la población está a menos de diez minutos de uno de estos oasis ubicados en bibliotecas, centros cívicos, deportivos, jardines y otros equipamientos públicos.
La ola de calor que estamos atravesando muestra las dificultades que tiene la ciudad para adaptarse al cambio climático. El escenario al que estamos abocados es que a partir de ahora esto ocurra con más intensidad y más frecuencia. Si entre 1982 y 2015 se produjo en Barcelona una media de una ola de calor cada cuatro años, sólo en 2018 ya fueron tres. Veremos cuántas se producen este año. Se considera ola de calor cuando la temperatura máxima supera los 330 C durante tres días seguidos o más. No hemos alcanzado el récord de la ola de 2003, en la que los termómetros subieron en Barcelona hasta los 37,30 C, mientras otras ciudades del centro y el sur de España superaban los 450 y 460 C, pero todavía no hemos pasado el verano.
El gran reto del planeamiento urbano es adaptar la ciudad para afrontar este nuevo riesgo vital que el cambio climático representa para miles de personas vulnerables al calor. Los proyectos de la Superilla del Eixample y la de Sant Martí, con sus ejes verdes y cruces convertidos en plazas, supone la adaptación del corazón de la ciudad al nuevo paradigma. La reforma integral y ampliación de la estación de Sants ha de permitir también reconvertir la plaza dura dels Països Catalans en un lugar más amable, más verde y, sobre todo, más fresco y más acogedor.
El asfalto y los materiales duros contribuyen de forma decisiva al efecto isla de calor. Cuando la distopía nos atrapa, hay que actuar rápido y con decisión. La forma de mitigar los efectos del cambio climático es asegurar una malla verde que proteja de la irradiación, convertir las calles en túneles de vegetación donde se pueda respirar, con bancos suficientes para hacer un descanso y una red tupida de fuentes públicas en las que los peatones puedan calmar la sed y refrescarse.