El músico que triunfaba solo con afinar
Los virtuosos son armas de doble filo. Su carisma, sus evidentes poderes, ayudan a internacionalizar la música de la que proceden. Pero, ay, cuando fallecen, parece disminuir bruscamente la atención al género que encarnaban. Ocurrió con Astor Piazzolla, Paco de Lucía, Ravi Shankar...
El caso de Ravi Shankar (1920-2012) merece atención. Aparte de sus apabullantes habilidades —digitación, inventiva melódica, pulso rítmico— cabe atribuirle la popularización de la música clásica india y su irradiación sobre el pop de los sesenta. Habitó los escenarios de todo el mundo durante el siglo XX; de hecho, con 10 años actuaba en París, como parte de la troupe de su hermano Uday, el difusor de las danzas indias.
Tuvo una vida tan extraordinaria como poco conocida. Ravi firmó varios libros, en realidad escritos por otros y muy esquivos en asuntos conflictivos. Uno de estos autores anónimos, el londinense Olivier Craske, quiso rematar la tarea y ha publicado la primera biografía digna de ese nombre, Indian Sun. The Life and Music of Ravi Shankar, que destapa a un personaje asombroso.
Frente al cosmopolitismo de Ravi, está el hecho de que se educara musicalmente al estilo tradicional, conviviendo durante años con un maestro (gurú) musulmán que imponía una vida monástica y rigurosas sesiones de aprendizaje que el alumno, empeñado en demostrar su dedicación, podía prolongar hasta 16 horas. Una intimidad que desembocó en su matrimonio con la hija del gurú, unión que resultaría desdichada.
El ascenso de Ravi coincidió con la independencia de la India. Con la reivindicación de su cultura, tuvo un puesto destacado en la emisora estatal, All India Radio, pero a la larga, se decidió que funcionaría
Ravi Shankar podía decirle a Harrison que ya grababa en Abbey Road antes de los Beatles
Algunos colegas acusaban al artista de diluir la herencia cultural de la India
mejor como embajador oficioso, igual que hizo con el cineasta Satyajit Ray. Ravi se convirtió en el músico que actuaba ante los ilustres extranjeros que visitaban la India, a la vez que giraba constantemente por el exterior.
Así, gracias a la Embajada de la India, Ravi llegó a Madrid en los sesenta. Le hicieron el recorrido turístico completo: se horrorizó en una corrida de toros (“es cobarde y patético cómo matan al animal poco a poco”) y disfrutó el flamenco de los tablaos. Muy discreto, no comentó que ya conocía España, de su etapa en la compañía de su hermano Uday.
El trampolín para la popularidad mundial de Shankar fue su amistad con George Harrison. No lo vean como una relación vampírica o coyuntural: se mantuvo hasta la muerte del beatle, en 2001. Había algo paternal: Ravi podía decirle (y era cierto) que ya grababa en Abbey Road cuando los Beatles todavía no existían. Aunque Harrison renunciaría a la fantasía de convertirse en un sitarista de nivel, siempre estuvo al quite, financiando su documental Raga y editando sus discos, incluyendo Shankar Family & Friends, un raro intento de crossover. Raro, ya que Shankar rechazaba las fusiones, con el rock o el jazz: le escandalizaba que se establecieran paralelismos, a partir del elemento improvisatorio de las ragas. En lo personal, siempre agradeció la cálida acogida de los jazzmen en los cincuenta y llegó a dar breves lecciones a John Coltrane, que bautizaría a su segundo hijo con el nombre de Ravi.
La conexión con Harrison explica que Shankar estuviera en Monterey, Woodstock y otros festivales de rock. Desarrolló callo ante públicos que, en general, le consumían como la moda de la temporada. En el Concierto para Bangladés, tras recibir una ovación durante sus preparativos, lanzó su dardo: “Si aprecian tanto nuestra sesión de afinación, seguro que disfrutarán más cuando empecemos a tocar.”
Ravi estaba obligado a marcar distancias. Procedía de una India conservadora que deploraba la invasión de hippies occidentales y su afición a las drogas (aunque masas de nativos consumieran el famoso bhang). La libertad sexual era otro asunto: Indian Sun confirma que, fuera de su país, Ravi fue un seductor incansable, nueva versión del dios Krishna. De sus relaciones más estables nacieron hijas extremadamente musicales, Norah Jones y Anoushka Shankar.
Ravi recibió ataques feroces en su patria, a veces por motivos políticos: amigo de los Gandhi, Indira le designó miembro de la Cámara alta del Parlamento. Sufrió más las maldades de colegas, como el gran Vilayat Khan, que le acusaba de venderse a los occidentales y diluir la herencia musical del subcontinente. No es justo: la biografía de Oliver Craske detalla cómo enriqueció el repertorio de ragas con más de 30 creaciones propias. Sus discos digamos mixtos tendían a dialogar con Yehudi Menuhin, André Previn, Jean Pierre-Rampal y otros representantes de la música culta europea.
“Me preocuparía mucho provocar solo amor. Sería el momento de retirarse. El cine que gusta a todos gana el Oscar y luego se olvida”, sonríe él, de vuelta este año en el certamen italiano con Sundown. El nuevo filme, en competición oficial, sigue a un hombre que se arrastra por la vida, indiferente a todo.
Su apatía no ha contagiado a la crítica, que oscila entre la adoración de The Guardian y las serias dudas de The Hollywood Reporter. Lo cierto es que la dejadez del personaje, interpretado por Tim Roth, intriga al público que busca una explicación. ¿Por qué el tipo inventaría una burda excusa para quedarse solo en Acapulco cuando su familia regresaba a Londres? Pero, la película también sufre por la inacción de su protagonista. Y por el elevado listón de ambición y valentía que ha encumbrado otros trabajos del director.
“Escribí este filme antes que Nuevo orden, en medio de una crisis personal, resultado de malas decisiones”, relata el mexicano. En ese guion, que en 10 días estuvo listo, volcó algunos ingredientes habituales. Ante todo, la obsesión por la muerte: dice poca preparación y una filmación “espontánea y difícil”. “Rodé con libertad. No obtuve respuestas a mis preguntas, pero sí encontré algo de paz”.
Su cine busca agitación de conciencias. “Asumo que el público es más inteligente que yo. Hago películas con contradicciones, lanzo preguntas. Dar lecciones en un filme es insoportable, ese cine envejece muy rápido”, sostiene. Por eso, siempre escribe y produce sus propias obras y no puede “entender” a los directores que no lo hacen. “El reto principal es conservar la idea inicial de cada proyecto y que la obra terminada refleje lo que nació años antes. Prefiero asumir toda la responsabilidad”, defiende. Y asegura que la fórmula le ha dado premios en varios festivales, pero también cierto éxito de taquilla. Independencia y venta de entradas, para él, no están reñidos: “Ciertos autores escogen cargar con esa etiqueta, pero se la ponen ellos solitos”. Tal vez, aparte de su cine, alguien se moleste con sus palabras. Pero, en eso, el director se parece a su último personaje: no puede importarle menos.