MORANTE, UNA PENUMBRA ÍNTIMA
El maestro de La Puebla viene de su abril más triste y arranca este viernes el primer paseíllo de un San Isidro que también cierra en Beneficencia
Parece un mal momento para escribir de toros, por eso no puede ser más oportuno hacerlo. En España armamos batallas culturales como nadie. Y lo que menos importa de la lucha es la cultura. Cuando intento explicarme la afición propia a la tauromaquia encuentro tantos puntos ciegos que prefiero pensar en algunos momentos formidables dispensados por el toreo de Morante de la Puebla. No sé si soy aficionado a los toros o a algunas tardes de toros, a ciertos toreros y a un puñado de instantes. Exactamente los que acumula Morante. Lejos de sus extravíos ideológicos me interesa el arte que despliega. Y aquí es cuando se lía. Porque lo que destila Morante de la Puebla es un arte tremendo. Un claroscuro compatible con lo sublime que aloja el toreo auténtico. Y aquí se lía un poco más al escoger de todo el repertorio un adjetivo tan eminente: sublime.
Claro que me incomoda la violencia. Claro que el toro es un animal de los más bellos. Claro que el toreo es una expresión difícil de articular lógicamente. Pero claro que existe una emoción extraída de la belleza impronunciable y Morante es quien mejor la cifra, y la invoca, y la contagia cuando salen las cosas en el orden que necesita. Vendrán a decirnos que el toreo es una charcutería. Y que apela a instintos fuera de sitio. Y que es rancio, anacrónico. Pero sucede a veces (sin confundir sadismo con belleza) que cuando todo parece ya en derribo irrumpe alguien, Morante de la Puebla, y conjuga el misterio con el rito, la vida con la muerte. Y da cuerda al fulgor y a lo improbable. A veces, incluso, a lo imposible.
Tengo por costumbre esquivar la discusión por este afán mío que me pone en duda tantas veces. No sé defender algo en lo que creo tan a solas. Amigos y amigas me acompañan. De izquierdas y de derechas. Todo es así ahora. Gente serena. Sentata. Indiferente al ruido interesado en el que han incrustado algo tan vibrante como una tarde de toros. A mí me alivian las dudas algunos naturales, una verónica excelsa, dos o tres quites perfectos, el paseíllo solemne, el rumor de lo por venir, el silencio sobrecogido. Los días en que Morante de la Puebla resignifica el toreo. En él nunca se sabe lo que sucede. En estos años últimos encarna sobre todo ese prodigio: lo inesperado. Porque el toreo es arte o no es nada. Y cuando es nada sólo es simulacro.
De tanto como la putrefacción de la política española da de sí, la batalla de los toros es un asunto sacado de quicio. Habrá un momento en que no existan, pero será por implosión, por cuenta propia. Ni decretos. Ni leyes. Hay a quienes les interesa lanzar este espectáculo principal de la cultura española–tan bárbara a veces– en brazos del adversario, como si fuera de unos o de otros. Habrá que huir también de esa tangana. Siento un rechazo irremediable por el submundo que esconde el taurinismo. Y aún así, algunos toreros honestos permiten por unos minutos crear un mundo a medida con mirada nueva. Siento un desánimo absoluto cuando algunos tronados sacan a paseo en redes sociales la cabellera de un torero muerto. Por eso prefiero vivir mi afición a mi manera. Sin molestarme en hallar defensas. Sin la obligación o la impertinencia de convencer.
En Morante de la Puebla está lo que aprecio. Me gustan los toreros con lado oscuro. Los que cargan una penumbra íntima que cuando asoma sobrecoge. Los inexplicables. Los que intentan escapar de lo previsto, de lo apremiante. Así vivo yo esto, de frente sólo a lo que importa.
Morante es un claroscuro compatible con lo sublime que aloja el toreo auténtico
Amigos y amigas me acompañan. De izquierdas y derechas. Gente serena