El universal Giro local
Por orden de aparición en el calendario, el Giro, el Tour y la Vuelta conforman el trío de joyas de la corona ciclista. Rosa morganita, amarillo oro y rojo rubí. Esencialmente latinas, ampliamente mediterráneas, ejemplos de las viejas jerarquías, forman parte de la cultura no sólo deportiva del país, al que contribuyen a representar en el mundo.
Pero el Giro es la menos cosmopolita, la más apegada a las mentes y los corazones locales. En su universalidad, se siente pueblerina. En su proyección, se declara endogámica. En su ambición, se gusta autárquica. Sugiere una fiesta patronal antes que una feria universal. Los ciclistas italianos han ganado 69 veces el Giro, prácticamente el doble que los del resto de las naciones juntos (37). Nada que ver con el Tour, con 36 victorias francesas y 67 extranjeras. O con la Vuelta, con 32 triunfos españoles y 46 forasteros.
En una fusión de sentimientos e intereses, uniendo lo patriótico con lo pragmático, lo emocional con lo comercial, los corredores, patrocinadores, aficionados y periodistas italianos han colocado el Giro por encima y delante de cualquier otra carrera. La celosa defensa de lo propio ha contribuido a que la prueba haya ido cerrándose sobre sí misma, encogiendo, perdiendo entidad en favor de una Vuelta que, atenta, ha recogido los frutos desprendidos del árbol.
El Giro, que a menudo ha arrimado demasiado el ascua a la sardina autóctona, mantiene la grandiosidad de unos trazados sólo equiparables a los del Tour. En ese campo siempre superará a la Vuelta, que carece de escenarios tan imponentes. Pero en los demás aspectos ha retrocedido, sobre todo en que se refiere a la calidad de la participación. Este año, detrás de un Pogacar que vuela mientras los demás caminan arrastrando los pies o cojeando, se extiende una tierra de nadie, calcinada tras el paso llameante del esloveno y abierta a unos cuantos nombres unidos por la inferioridad ante Tadej. La lucha por el podio es la que se libra por los despojos del banquete.
Pogacar, al que sólo un accidente parece en condiciones de frenar, personifica al máximo esa universalización que ha ampliado el ciclismo a países antaño inexistentes o insignificantes en el Planeta Bicicleta. Se juntan más comensales para el reparto de la misma tarta. Los flamencos han aguantado mejor, en su húmedo reino de las clásicas, la invasión de los bárbaros. Las citas de tres semanas la han acusado. Especialmente el Giro. El último italiano en ganarlo fue Vincenzo Nibali, en 2016, ya superada la treintena (fue su postrer triunfo en una gran ronda). Desde entonces han portado la maglia final dos británicos (Chris Froome y Tao Geoghegan), un neerlandés (Tom Dumoulin), un ecuatoriano (Richard Carapaz), un colombiano (Egan Bernal), un australiano (Jay Hindley) y un esloveno (Primoz Roglic). La ONU.
Con Pogacar bendecido por el talento innato o sin Pogacar maldecido por la desgracia súbita, y aunque hay 43 italianos en escena, tampoco ninguno va a vencer en 2024. El Giro de la dual Italia, laica y religiosa, es una aventura y una plegaria. Un viaje en persecución de una sorpresa y una peregrinación en busca de un milagro.