Elena Martín, la vulva y los nombres del sexo femenino
Cine. Elena Martín comparece en la Quincena de los Realizadores de Cannes con ‘Creatura’, una cinta limpia de tabúes
Borges, siempre él, imaginó en el cuento El idioma analítico de John Wilkins la posibilidad de un lenguaje perfecto capaz de definir cada concepto con sólo nombrarlo. Cada sílaba estaría destinada a una categoría o subcategoría dentro de un universo perfectamente ordenado y jerarquizado. El significado sería así la misma cosa. Elena Martín, directora de cine, da la razón al argentino y en su película Creatura, presentada ayer en la Quicena de los Realizadores de Cannes con estrépito y mucho brillo, plantea la posibilidad de convertir el cine en un ejercicio no sólo de sinceridad (de llamar a las cosas por su nombre real) sino de precisión (de llamarlas bien en un acto desnudo y, por ello, político).
Y así, desde la primera escena en la que una niña se mira el sexo con curiosidad mientras la luz entra oblicua por la ventana al momento en el que esa misma cría pronuncie la expresión «me palpita la vulva», toda la película se desarrolla ante los ojos del espectador como una experiencia nueva, como un descubrimiento, en el que cada fotograma adquiere la gracia del lenguaje perfecto: el significado es la misma imagen. Suena algo críptico, pero no, al revés, es más analítico que misterioso.
Dice la directora, que se otorga a sí misma el papel protagonista como ya hiciera en la revelación que fue Júlia ist (2017), que todo empezó tiempo atrás, cuando hacía performances sobre el cuerpo y el deseo. De ahí, se arrancó a investigar, a interrogar a cualquiera con el que se cruzara con preguntas tan personales y a la vez tan comunes como cuándo fue su primera masturbación, cuándo su primer enamoramiento, cuándo su primera regla... Y así, hasta construir un archivo de declaraciones secretas y compartidas.
Con ese material y con la colaboración de Clara Roquet surgió un guión que, por su aspecto, es también un diccionario. Se cuenta la historia de una niña que un día decide llamar a su sexo «vulva». Pero en voz alta y clara. «Sólo lo que se nombra existe. Es importante llamar vulva a la vulva para que exista», dice rotunda Elena Martín. Desde ahí, la película crece por los recovecos de un deseo que crece como crece el cuerpo. Digamos que las historias se van entrelazando desde todo aquello que no se dice, que se oculta. No se trata sólo de romper tabúes, que también, sino, ya se ha dicho, de nombrar con sentido.
La cámara se mueve entre los cuerpos como lo hacen dos ojos sorprendidos que pelean por acostumbrarse a la luz. Lo que hace Creatura es, sencillamente, iluminar desde la luz que desprende la misma piel y empezar a nombrar. La vulva se llama vulva y a la niña de la película le palpita.
eternos y, por ello, completamente ajenos al tiempo. Si se lee de nuevo, se puede llegar a entender.
La película está basada en la novela de David Grann que con el mismo título fue publicada en 2017. Desde entonces, apenas aparecida, el maestro de Queens se puso a darle vueltas a la posibilidad de adaptación a la vez que aumentaba y aumentaba el presupuesto. Cuando ya era ingobernable la cosa, y con la misma estrategia utilizada en El irlandés, llegó una plataforma (Ahora Apple, antes Netflix) y puso el dinero. Es mayor, pero los trucos de barrio le funcionan todavía.
En consecuencia, y en primera fila, a la fiesta se apuntan dos viejos amigos. Por un lado, Robert de Niro vuelve a las andadas en la que es la décima colaboración desde que en 1973 se conocieran en Malas calles. El actor de actores se exhibe ligeramente más excesivo que lo que el papel requiere, pero todo lo inunda. Y lo mejor atempera el nervio hasta sincronizarlo con el corazón y la respiración de lo que le rodea. El caso de Leonardo DiCaprio es similar, que no igual. Once años han pasado desde El lobo de Wall Street y ahí sigue; sudando con mucha clase. Sin embargo, la sorpresa (que en verdad no es tanta) viene de la mano de los recién llegados. Tanto Lily Gladston, en el papel de la india acosada, como Jesse Plemons, de agente del FBI, dan una auténtica lección de pausa, de hieratismo bien entendido, de interpretación por dentro. Era esto.
Se cuenta la historia del pueblo indio de los Osage, que, en su momento, fueron designados como los elegidos de dios. Del dios del capitalismo, convendría puntualizar. Sus tierras en Oklahoma eran puro petróleo. Y eso en plena época dorada de consumo y urbanismo en crecimiento para coches tras la Gran Guerra era objetivamente una cosa buena. Y, claro, con el ejemplo de la matanza de Tulsa reciente y muy cerca, los blancos decidieron directamente... (han acertado) exterminarlos. La película da cuenta de una treintena de asesinatos durante demasiado tiempo impunes.
Killers of the Flower Moon no se ofrece al espectador como un ejercicio de memoria o de resistencia a un olvido incomprensible (en verdad, comprensible por perfectamente interesado). Aunque todo eso lo sea. En realidad, su ámbito de exploración y su mismo deseo no es tanto político (que también) como mucho más profundo. Scorsese aborda la necesidad (es eso, una necesidad) de contar la historia en formato descomunal como un imperativo ético, que también lo es estético. Organizada en dos partes, la primera tiene aspecto más estudio forense que de tragedia. Se describen las muertes, se cuentan los cadáveres, se desmenuza la cotidianidad vulgar de lo brutal... Y todo ello se hace con una frialdad muy cerca del estado de shock. Y muy lentamente. La película se impone a sí mismo un ritmo que de entrada puede parecer lento, pero que, en verdad, es grave, de gravedad, de pesado, de duro, de inolvidable. Para que nadie se pierda, para que nadie lo olvide.
En la segunda parte entra en funcionamiento la maquinaria clásica de la investigación, el juicio y la condena. Pero siempre respetando el movimiento pausado de lo inconcebible, lo indecible, lo inefable. No es tanto thriller, decíamos, como simple y cabal acto de justicia. Aunque llegue tarde, aunque para nada sirva. ¿O sí? La coda final es una de esas que uno se lleva a su casa y con cuidado la coloca en el mejor lugar de los recuerdos de cine. El director, de golpe, prescinde de la imagen para que sea la voz (solo la voz) que narra, la música que señala y los efectos que modelan la memoria los elementos que sitúen el cine del otro lado: lo que se ve que no es lo que está. Es así. De repente, Scorsese le da al cine un nuevo latido.
Scorsese aborda la necesidad de contar la historia descomunal como un imperativo ético, que también lo es estético
El secreto del melodrama es el espejo. Y bien lo sabe un director como Todd Haynes, tan perfectamente obsesionado con Douglas Sirk (el director de los melodramas y de los espejos) hasta el punto de atreverse a componer en Lejos del cielo (2002) un espejo de Solo el cielo lo sabe (1955). May december, su nueva propuesta presentada en la Sección Oficial de Cannes a título de estrella del día, es de principio a fin un espejo. De sí misma. Y del cine. Y de la vida, incluso. Eso sí, un espejo perfectamente pulido, descarnado y extraordinariamente voraz.
Se cuenta la historia de una actriz (Natalie Portman) que acude a casa de una mujer (Julianne Moore) para aprender a ser ella. Lo que quiere la primera es que la segunda le enseñe el papel de su próxima película, adecuadamente basada en hechos reales. Hace 20 años, cuando el personaje de Moore contaba con 35, se convirió en carnaza de todos los escándalos al seducir a un niño de 13, un crío que acabó por ser su marido y padre de sus tres hijos, ahora adolescentes. Lo que sigue es la puntual descripción de un desastre colectivo donde todos, absolutamente todos, no hacen otra cosa que vivir una vida en diferido, una vida que no es otra cosa que, como diría Sirk, una Imitación a la vida.
Haynes, con una sabiduría desusada, utiliza el lenguaje del telefilme más soez para, desde ahí, construir una parábola desangrada, turbadora y extenuantemente confusa (en el mejor de los sentidos) sobre la manipulación, las huella del maltrato infantil, la inmadurez, la mentira cruel del amor romántico, la absoluta falta de escrúpulos de los medios... Y así.
La película funciona con el mecanismo extraño y funesto de una bomba de relojería donde nada es exactamente lo que parece. Todo está a un segundo de explotar. Todo se refleja en todo. Todos los espejos mienten. Lo que parece una película centrada en denunciar un caso flagrante de abuso acaba por ser una perfecta radiografía de nosotros. En efecto, decíamos, la película es, toda ella un espejo perfectamente pulido, descarnado y voraz.