¿A quién sirven los presidentes autonómicos, a sus jefes o a su pueblo?
Fue el Tribunal Constitucional quien, en una sentencia dictada en 1982, vino a definir el auto‐ gobierno autonómico como la capacidad de los gobiernos re‐ gionales para tomar decisiones "en función de una política pro‐ pia". Aquella sentencia, de la que fue ponente el magistrado Rubio Llorente, puede parecer una antigualla, pero lo cierto es que fue clave en el desarrollo del sistema autonómico, por‐ que, de alguna manera —junto a otras en la misma dirección— perfiló el modelo territorial que, como se ha acreditado en nu‐ merosas ocasiones, quedó in‐ concluso en la propia Constitu‐ ción.
Ese pecado original nunca ha sido subsanado, y la realidad es que ha sido el propio TC quien ha hecho la labor del le‐ gislador a golpe de sentencia. La desidia del sistema político por hacer su trabajo ha sido tal que hoy no solo la Constitución ignora los nombres de las 17 comunidades autónomas en el texto constitucional, sino que la ley de leyes todavía traza el re‐ corrido (artículo 143 y siguien‐ tes) que debían recorrer las vie‐ jas diputaciones provinciales para constituirse como comuni‐ dades autónomas, lo cual es un anacronismo evidente.
Es decir, la Constitución sigue escrita en mármol en el plano territorial del Estado, como si nada hubiera cambiado desde 1978.
Tanta naftalina explica en parte los numerosos recursos y con‐ tenciosos entre la administra‐ ción central y los gobiernos re‐ gionales. Básicamente, por la insuficiente claridad a la hora de definir las respectivas com‐ petencias.
Existe otra perversión cada vez más evidente. Y no es otra que la conversión de las CCAA en arietes contra el Gobierno cen‐ tral de turno
Esta confusión está detrás de un hecho singular y política‐ mente reprobable. A menudo, los gobiernos autonómicos pleitean ante el TC no porque sientan que su autonomía haya sido violentada por una norma del Gobierno central de turno, sino porque es una orden del partido. De hecho, es curioso que las regiones de un color o de otro acepten sin rechistar le‐ yes que llevarían al TC si no fuera porque quien las aprueba es un conmilitón ideológico. Existe otra perversión funcional cada vez más evidente. Y no es otra que la conversión de las comunidades en unidades de choque contra el Gobierno cen‐ tral de turno cuando en Mon‐ cloa está el adversario político. La estrategia la inició el partido socialista en los 90 con los cé‐ lebres tres tenores —Bono, Ro‐ dríguez Ibarra y Chaves— y des‐ de entonces ha sido la norma en el sistema político. Segunda lectura
No hace falta ser un fino cons‐ titucionalista para entender que la Constitución no otorga esa función a los presidentes auto‐ nómicos, pero aun así actúan como si en realidad fuesen lí‐ deres de la oposición desde sus respectivos territorios. En esto ayuda sobremanera la ig‐ nominiosa inutilidad del Sena‐ do, convertido en una cámara de segunda lectura en lugar de cumplir el mandato constitucio‐ nal. Es decir, una cámara terri‐ torial. Esta sí que es una muta‐ ción constitucional, y no otras, amparada por los dos partidos que han gobernado este país desde 1982.
Esta estrategia no es gratis. La principal consecuencia es que los asuntos que más interesan a los ciudadanos —y para eso nacieron las dos administracio‐ nes territoriales más cercanas a los problemas de la gente— quedan sumergidos bajo las aguas de las grandes polémi‐ cas nacionales y, lo que es to‐ davía peor, a menudo aplasta‐ das por los intereses de los je‐ fes políticos de turno. Las elec‐ ciones autonómicas, de hecho, ahora que el PP está queriendo mantener viva la llama de la amnistía en Galicia, suelen gi‐ rar sobre asuntos que no tienen mucho que ver con las compe‐ tencias autonómicas, lo que en realidad es un fraude electoral. Parece evidente que si los asuntos a tratar son naciona‐ les, sobran los parlamentos re‐ gionales. O viceversa.
Esta contradicción entre los in‐ tereses regionales y nacionales se manifiesta con especial cru‐ deza durante la negociación — si se puede llamar así— del sis‐ tema de financiación autonómi‐ co, cuyo problema de fondo no es que los dos grandes parti‐ dos no se pongan de acuerdo sobre la reforma, sino que la propia Constitución no dibuje un esquema de financiación estable, lo que hace que cada cierto tiempo el sistema entre en almoneda. Y lo que es toda‐ vía más llamativo, deja entrever que los intereses de muchas comunidades autónomas no son defendidos por sus presi‐ dentes. No por una decisión propia, sino por orden del parti‐ do. La condonación parcial de la deuda, por ejemplo, sería oxí‐ geno para la Comunidad Valen‐ ciana y Murcia, que son dos de las tres regiones más endeuda‐ das —la otra es Cataluña—, pe‐ ro ni Mazón ni López Miras pue‐ den decir claramente que sí porque en Génova se vería co‐ mo una traición.
Esa estrategia suicida contra los intereses particulares de millones de ciudadanos no es patrimonio del PP, también del PSOE
Los 3.000 millones de euros puestos encima del debate por Fedea para compensar a las re‐ giones peor financiadas van en la misma dirección. Las once comunidades gobernadas por el PP no pueden aceptarlo por‐ que rompería la estrategia de oposición de Feijóo y, en parti‐ cular, de Díaz Ayuso, que querrá boicotear cualquier acuerdo so‐ bre financiación autonómica porque sería como darle árnica a Sánchez, sin contar que la si‐ tuación de partida de Madrid es mejor.
Esa estrategia suicida contra los intereses particulares de millones de ciudadanos que quieren ver resueltos sus pro‐ blemas de financiación para asuntos básicos como son la sanidad o la educación no es, desde luego, patrimonio del PP. También el PSOE, como se ha dicho, ha convertido a sus pre‐ sidentes autonómicos en arie‐ tes contra el inquilino temporal de la Moncloa, lo que en defini‐ tiva supone desarmar el Estado autonómico por la puerta de atrás. Y para llegar a esta con‐ clusión, solo hay que recordar que el actual sistema no ha si‐ do renovado desde hace una década, cuando por medio se han cruzado una pandemia y una hiperinflación desconocida desde hacía más de cuatro dé‐ cadas.
En su lugar, lo que se ha hecho es diluir la corresponsabilidad fiscal de las administraciones regionales, algo esencial en un Estado cuasifederal como es el español, otorgando al Gobierno central el poder de realizar transferencias —a la ministra de Hacienda le gusta presumir de que ha entregado 16.000 mi‐ llones gratis, cuando se trata de recursos obtenidos en las propias comunidades autóno‐ mas— como si se tratara de un sistema colonial. Es decir, en lugar de favorecer un ejercicio de responsabilidad compartida en la política tributaria del Esta‐ do, se ha optado por un modelo verticalizado que para nada es el que diseña el mandato cons‐ titucional.
El problema de fondo es el mis‐ mo: si no dialogan las adminis‐ traciones públicas en el marco de sus competencias, es impo‐ sible cerrar acuerdos La perversión del sistema llega, sin embargo, al límite cuando se desprecian los acuerdos bi‐ laterales entre la Administra‐ ción central y las comunidades autónomas —las regiones tam‐ bién son Estado— como si se tratara de alta traición, cuando las comisiones mixtas de transferencias forman parte de la arquitectura legal del siste‐ ma autonómico. Y, de hecho, cualquier reforma debe ser rati‐ ficada en ese ámbito. En su lu‐ gar, se ha optado por una espe‐ cie de "todos a una" o, si se pre‐ fiere, "o todos o ninguno", lo cual es absurdo e incoherente en el marco de un sistema en el que cada comunidad autónoma dispone de su propio Estatuto, que, por su propia naturaleza, es diferente al resto, atendien‐ do a las características de ca‐ da región.
Se está produciendo, en defini‐
tiva, un vaciamiento de la auto‐ nomía regional que es, justa‐ mente, lo que censuró el Cons‐ titucional en 1983 cuando tum‐ bó la Loapa (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Au‐ tonómico) con el argumento de que las Cortes —es, decir, la mayoría gubernamental—, "lo que no pueden hacer es colo‐ carse en el mismo plano del po‐ der constituyente realizando actos propios de este".
Vía lenta
A veces, de hecho, sorprende que quienes defienden con ahínco la Constitución no la respeten. Por ejemplo, querien‐ do homogeneizar las pruebas de acceso a la Universidad, sin tener en cuenta que el Estado, al calor del artículo 150.2 de la Constitución, decidió en 1992 mediante la correspondiente ley orgánica transferir a las re‐ giones que accedieron a la au‐ tonomía por la llamada vía lenta la competencia de la enseñan‐ za "en toda su extensión, nive‐ les y grados, modalidades y es‐ pecialidades". Es decir, difícil‐ mente se puede homogeneizar un examen cuando previamen‐ te los contenidos curriculares han sido diferentes durante el Bachillerato.
El problema de fondo, en am‐ bos casos —tanto en la revisión del sistema de financiación au‐ tonómico como en la EBAU—, sigue siendo el mismo: si no dialogan las administraciones en el marco de sus respectivas competencias, resulta imposi‐ ble cerrar acuerdos. Y no se dialoga, precisamente, porque las estrategias de las regiones se han supeditado a las de los jefes de sus partidos, lo cual, a su vez, envenena todavía más las relaciones entre los dos grandes partidos.
¿El resultado? Hasta que los presidentes de las CCAA no asuman su soberanía dentro de la ley, el carajal autonómico, co‐ mo lo llamó Solbes, está garan‐ tizado. Y lo que es peor, mu‐ chos ciudadanos verán cómo sus legítimas reivindicaciones se van por el sumidero de la historia. Cabe, por lo tanto, ha‐ cerse una pregunta. ¿A quién sirven los presidentes autonó‐ micos, a sus jefes o a su pue‐ blo?