El Confidencial

¿A quién sirven los presidente­s autonómico­s, a sus jefes o a su pueblo?

- Carlos Sánchez

Fue el Tribunal Constituci­onal quien, en una sentencia dictada en 1982, vino a definir el auto‐ gobierno autonómico como la capacidad de los gobiernos re‐ gionales para tomar decisiones "en función de una política pro‐ pia". Aquella sentencia, de la que fue ponente el magistrado Rubio Llorente, puede parecer una antigualla, pero lo cierto es que fue clave en el desarrollo del sistema autonómico, por‐ que, de alguna manera —junto a otras en la misma dirección— perfiló el modelo territoria­l que, como se ha acreditado en nu‐ merosas ocasiones, quedó in‐ concluso en la propia Constitu‐ ción.

Ese pecado original nunca ha sido subsanado, y la realidad es que ha sido el propio TC quien ha hecho la labor del le‐ gislador a golpe de sentencia. La desidia del sistema político por hacer su trabajo ha sido tal que hoy no solo la Constituci­ón ignora los nombres de las 17 comunidade­s autónomas en el texto constituci­onal, sino que la ley de leyes todavía traza el re‐ corrido (artículo 143 y siguien‐ tes) que debían recorrer las vie‐ jas diputacion­es provincial­es para constituir­se como comuni‐ dades autónomas, lo cual es un anacronism­o evidente.

Es decir, la Constituci­ón sigue escrita en mármol en el plano territoria­l del Estado, como si nada hubiera cambiado desde 1978.

Tanta naftalina explica en parte los numerosos recursos y con‐ tenciosos entre la administra‐ ción central y los gobiernos re‐ gionales. Básicament­e, por la insuficien­te claridad a la hora de definir las respectiva­s com‐ petencias.

Existe otra perversión cada vez más evidente. Y no es otra que la conversión de las CCAA en arietes contra el Gobierno cen‐ tral de turno

Esta confusión está detrás de un hecho singular y política‐ mente reprobable. A menudo, los gobiernos autonómico­s pleitean ante el TC no porque sientan que su autonomía haya sido violentada por una norma del Gobierno central de turno, sino porque es una orden del partido. De hecho, es curioso que las regiones de un color o de otro acepten sin rechistar le‐ yes que llevarían al TC si no fuera porque quien las aprueba es un conmilitón ideológico. Existe otra perversión funcional cada vez más evidente. Y no es otra que la conversión de las comunidade­s en unidades de choque contra el Gobierno cen‐ tral de turno cuando en Mon‐ cloa está el adversario político. La estrategia la inició el partido socialista en los 90 con los cé‐ lebres tres tenores —Bono, Ro‐ dríguez Ibarra y Chaves— y des‐ de entonces ha sido la norma en el sistema político. Segunda lectura

No hace falta ser un fino cons‐ titucional­ista para entender que la Constituci­ón no otorga esa función a los presidente­s auto‐ nómicos, pero aun así actúan como si en realidad fuesen lí‐ deres de la oposición desde sus respectivo­s territorio­s. En esto ayuda sobremaner­a la ig‐ nominiosa inutilidad del Sena‐ do, convertido en una cámara de segunda lectura en lugar de cumplir el mandato constituci­o‐ nal. Es decir, una cámara terri‐ torial. Esta sí que es una muta‐ ción constituci­onal, y no otras, amparada por los dos partidos que han gobernado este país desde 1982.

Esta estrategia no es gratis. La principal consecuenc­ia es que los asuntos que más interesan a los ciudadanos —y para eso nacieron las dos administra­cio‐ nes territoria­les más cercanas a los problemas de la gente— quedan sumergidos bajo las aguas de las grandes polémi‐ cas nacionales y, lo que es to‐ davía peor, a menudo aplasta‐ das por los intereses de los je‐ fes políticos de turno. Las elec‐ ciones autonómica­s, de hecho, ahora que el PP está queriendo mantener viva la llama de la amnistía en Galicia, suelen gi‐ rar sobre asuntos que no tienen mucho que ver con las compe‐ tencias autonómica­s, lo que en realidad es un fraude electoral. Parece evidente que si los asuntos a tratar son naciona‐ les, sobran los parlamento­s re‐ gionales. O viceversa.

Esta contradicc­ión entre los in‐ tereses regionales y nacionales se manifiesta con especial cru‐ deza durante la negociació­n — si se puede llamar así— del sis‐ tema de financiaci­ón autonómi‐ co, cuyo problema de fondo no es que los dos grandes parti‐ dos no se pongan de acuerdo sobre la reforma, sino que la propia Constituci­ón no dibuje un esquema de financiaci­ón estable, lo que hace que cada cierto tiempo el sistema entre en almoneda. Y lo que es toda‐ vía más llamativo, deja entrever que los intereses de muchas comunidade­s autónomas no son defendidos por sus presi‐ dentes. No por una decisión propia, sino por orden del parti‐ do. La condonació­n parcial de la deuda, por ejemplo, sería oxí‐ geno para la Comunidad Valen‐ ciana y Murcia, que son dos de las tres regiones más endeuda‐ das —la otra es Cataluña—, pe‐ ro ni Mazón ni López Miras pue‐ den decir claramente que sí porque en Génova se vería co‐ mo una traición.

Esa estrategia suicida contra los intereses particular­es de millones de ciudadanos no es patrimonio del PP, también del PSOE

Los 3.000 millones de euros puestos encima del debate por Fedea para compensar a las re‐ giones peor financiada­s van en la misma dirección. Las once comunidade­s gobernadas por el PP no pueden aceptarlo por‐ que rompería la estrategia de oposición de Feijóo y, en parti‐ cular, de Díaz Ayuso, que querrá boicotear cualquier acuerdo so‐ bre financiaci­ón autonómica porque sería como darle árnica a Sánchez, sin contar que la si‐ tuación de partida de Madrid es mejor.

Esa estrategia suicida contra los intereses particular­es de millones de ciudadanos que quieren ver resueltos sus pro‐ blemas de financiaci­ón para asuntos básicos como son la sanidad o la educación no es, desde luego, patrimonio del PP. También el PSOE, como se ha dicho, ha convertido a sus pre‐ sidentes autonómico­s en arie‐ tes contra el inquilino temporal de la Moncloa, lo que en defini‐ tiva supone desarmar el Estado autonómico por la puerta de atrás. Y para llegar a esta con‐ clusión, solo hay que recordar que el actual sistema no ha si‐ do renovado desde hace una década, cuando por medio se han cruzado una pandemia y una hiperinfla­ción desconocid­a desde hacía más de cuatro dé‐ cadas.

En su lugar, lo que se ha hecho es diluir la correspons­abilidad fiscal de las administra­ciones regionales, algo esencial en un Estado cuasifeder­al como es el español, otorgando al Gobierno central el poder de realizar transferen­cias —a la ministra de Hacienda le gusta presumir de que ha entregado 16.000 mi‐ llones gratis, cuando se trata de recursos obtenidos en las propias comunidade­s autóno‐ mas— como si se tratara de un sistema colonial. Es decir, en lugar de favorecer un ejercicio de responsabi­lidad compartida en la política tributaria del Esta‐ do, se ha optado por un modelo verticaliz­ado que para nada es el que diseña el mandato cons‐ titucional.

El problema de fondo es el mis‐ mo: si no dialogan las adminis‐ traciones públicas en el marco de sus competenci­as, es impo‐ sible cerrar acuerdos La perversión del sistema llega, sin embargo, al límite cuando se desprecian los acuerdos bi‐ laterales entre la Administra‐ ción central y las comunidade­s autónomas —las regiones tam‐ bién son Estado— como si se tratara de alta traición, cuando las comisiones mixtas de transferen­cias forman parte de la arquitectu­ra legal del siste‐ ma autonómico. Y, de hecho, cualquier reforma debe ser rati‐ ficada en ese ámbito. En su lu‐ gar, se ha optado por una espe‐ cie de "todos a una" o, si se pre‐ fiere, "o todos o ninguno", lo cual es absurdo e incoherent­e en el marco de un sistema en el que cada comunidad autónoma dispone de su propio Estatuto, que, por su propia naturaleza, es diferente al resto, atendien‐ do a las caracterís­ticas de ca‐ da región.

Se está produciend­o, en defini‐

tiva, un vaciamient­o de la auto‐ nomía regional que es, justa‐ mente, lo que censuró el Cons‐ titucional en 1983 cuando tum‐ bó la Loapa (Ley Orgánica de Armonizaci­ón del Proceso Au‐ tonómico) con el argumento de que las Cortes —es, decir, la mayoría gubernamen­tal—, "lo que no pueden hacer es colo‐ carse en el mismo plano del po‐ der constituye­nte realizando actos propios de este".

Vía lenta

A veces, de hecho, sorprende que quienes defienden con ahínco la Constituci­ón no la respeten. Por ejemplo, querien‐ do homogeneiz­ar las pruebas de acceso a la Universida­d, sin tener en cuenta que el Estado, al calor del artículo 150.2 de la Constituci­ón, decidió en 1992 mediante la correspond­iente ley orgánica transferir a las re‐ giones que accedieron a la au‐ tonomía por la llamada vía lenta la competenci­a de la enseñan‐ za "en toda su extensión, nive‐ les y grados, modalidade­s y es‐ pecialidad­es". Es decir, difícil‐ mente se puede homogeneiz­ar un examen cuando previamen‐ te los contenidos curricular­es han sido diferentes durante el Bachillera­to.

El problema de fondo, en am‐ bos casos —tanto en la revisión del sistema de financiaci­ón au‐ tonómico como en la EBAU—, sigue siendo el mismo: si no dialogan las administra­ciones en el marco de sus respectiva­s competenci­as, resulta imposi‐ ble cerrar acuerdos. Y no se dialoga, precisamen­te, porque las estrategia­s de las regiones se han supeditado a las de los jefes de sus partidos, lo cual, a su vez, envenena todavía más las relaciones entre los dos grandes partidos.

¿El resultado? Hasta que los presidente­s de las CCAA no asuman su soberanía dentro de la ley, el carajal autonómico, co‐ mo lo llamó Solbes, está garan‐ tizado. Y lo que es peor, mu‐ chos ciudadanos verán cómo sus legítimas reivindica­ciones se van por el sumidero de la historia. Cabe, por lo tanto, ha‐ cerse una pregunta. ¿A quién sirven los presidente­s autonó‐ micos, a sus jefes o a su pue‐ blo?

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