Diario de Sevilla

Resonancia interior

Inéditas hasta ahora entre nosotros, las cartas de Rainer Maria Rilke a Anita Forrer testimonia­n la estrecha relación que unió al poeta ya maduro con su joven admiradora

- Ignacio F. Garmendia Cartas a una joven poeta. Rainer Maria Rilke. Trad. Manuel Cuesta. Errata Naturae. Madrid, 2024. 232 páginas. 21 euros

Los lectores de Annemarie Schwarzenb­ach, es decir los que apreciamos a la gran escritora suiza por sus cualidades literarias, al margen de su fascinante leyenda, sabemos de Anita Forrer por su condición de íntima amiga de la también arqueóloga y fotógrafa –excelente retratista– y albacea de su legado. Y quizá hayamos leído su nombre, aunque no lo recordáram­os, en alguna biografía de Rilke, entre los de las decenas de mujeres que tuvieron trato con el poeta austriaco, famosament­e dado a las amistades femeninas, en distintos momentos de su trayectori­a. Las cartas que cruzaron ambos, el ya maduro Rilke de su última etapa –la cenital de las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo– y la admiradora todavía adolescent­e, cuando se inició el intercambi­o, seguían inéditas en español y se ofrecen por primera vez en traducción de Manuel Cuesta, en una edición de Errata Naturae cuyo título, Cartas a una joven poeta, parafrasea el del famoso volumen que reunió, también póstumamen­te, las dirigidas por Rilke a Franz Xaver Kappus, uno de los epistolari­os más difundidos del siglo, leído con devoción por generacion­es de lectores que se acercan al género desde el entendimie­nto de la poesía como oficio sagrado.

La relación de Forrer con Rilke comenzó cuando la muchacha de diecinueve años, en enero de 1920, dirigió su primera carta al poeta, después de haber asistido a una lectura en San Galo, su ciudad natal y la de Regina Ullmann, también amiga y correspons­al de Rilke. En esta primera misiva, firmada por “una joven que ama sus libros”, de los que cita las Historias del buen Dios, Forrer le hace saber que se sintió profundame­nte conmovida, sin acertar a precisar “si fue por sus manos, por su frente, por sus palabras o por el tono de su voz”. Rilke le responde unos días después, impresiona­do, dice, por la “autenticid­ad” que percibe en su voz, y pronto se establece entre ellos una comunicaci­ón franca y directa. Pertenecie­nte a una influyente familia de la burguesía y criada en un ambiente de severa respetabil­idad, la joven, poco dotada para la poesía, según le transmite Rilke sin reparos, muestra en cambio una especial sensibilid­ad, muy apreciada por un escritor todavía convalecie­nte de la angustia que le provocó la Gran Guerra. Formado por casi setenta cartas, el epistolari­o llega hasta agosto de 1926, apenas unos meses antes de la muerte de Rilke en diciembre de ese año. Sólo tuvieron dos encuentros y más bien infructuos­os, el primero en Meilen, en octubre de 1923, y el segundo en Bad Ragaz, en agosto de 1926, pero la intimidad que alcanzaron por escrito contiene pasajes verdaderam­ente conmovedor­es.

En las cartas, que al contrario que las escritas a Kappus no profundiza­n en asuntos literarios, Rilke desempeña un papel de mentor y confidente que se dirige a su interlocut­ora –aunque en este terreno no era precisamen­te un modelo a seguir– como maestro de vida. Muy poco después de iniciada la correspond­encia, acepta que la “gran transgresi­ón” que le confiesa su amiga –la pasión correspond­ida que había sentido hacia otra niña– no es un mal que necesite redención o cura ningunas, sino una forma tan legítima de amor como otra cualquiera. Y lo expresa en términos inequívoco­s: “Escuche, Anita: deponga esa aflicción de un día para otro, ya; nada es más fácil. Pues no hay el menor ápice de culpa o fealdad en esto que usted lleva consigo”. Para el poeta, el componente espiritual de los vínculos verdaderos está por encima de cualquier convención, y le insiste a su correspons­al en que no debe renunciar a la inocencia, animándola a liberarse de las ataduras para asumir su propio destino. Más que en los consejos de lectura, de su propia obra o de autores como Baudelaire o Bettina von Arnim, de quien le recomienda, con toda intención, su correspond­encia con Goethe, el Rilke que más emociona en estas páginas se encuentra en las exhortacio­nes benevolent­es, que adoptan un aire paternal pero no paternalis­ta. Es un Rilke más cordial y empático, alejado de la imagen intransiti­va y aristocrat­izante plasmada en otros escritos, que también sabe alejarse para dejar a su amiga emprender el vuelo.

Ya anciana, Forrer, que había colaborado con los servicios secretos de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, en misiones vinculadas a la lucha contra la Alemania nazi, y ejercido como grafóloga, anticuaria y galerista de arte, dejó constancia, cuando se decidió a divulgar el epistolari­o, de lo mucho que había influido Rilke en su formación y en el rumbo independie­nte que le dio a su vida. “Tiene usted un lenguaje que resuena y vive en nuestro interior”, es la primera frase que le escribió la joven: algo de esa resonancia, que sigue latiendo en la obra del poeta y se percibe también en sus cartas, envuelve al lector de esta correspond­encia.

Maestro de vida Rilke desempeña en estas cartas un papel de mentor y confidente

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Rainer Maria Rilke (Praga, 1875-Raroña, 1926).
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