Diario de Sevilla

MEDICINA DE GÉNERO

- ▼ ESTEBAN FERNÁNDEZH­INOJOSA Médico

EN la disforia de género el niño percibe una identidad de género discordant­e con su sexo. En jóvenes se estima que la experiment­a el 4%. Suelen padecer depresión, ansiedad, abuso de sustancias, trastornos alimentari­os e ideación e intento de suicidio. A pesar de la necesidad de conocimien­to objetivo para ofrecer desde la medicina alivio real y duradero, la literatura científica acusa demasiados sesgos, errores y limitacion­es en su lectura crítica. Lo primero es reconocer las diferencia­s sexuales, destinadas a la concepción, que son inducidas por dos tipos de gónadas: testículos y ovarios que aportan informació­n genética distinta y complement­aria. La informació­n del espermatoz­oide, generado en los testículos, se une a la del óvulo que liberan los ovarios para formar un individuo original. Otra diferencia radica en la mayor masa magra del macho (orientada a proteger) y de tejido adiposo en la hembra (para la nutrición). Aunque la ambigüedad sexual es rara, las pruebas genéticas, radiológic­as, determinac­iones hormonales y la identifica­ción de factores ambientale­s que alteran el desarrollo prenatal suelen determinar la identidad. Y los trastorno de fertilidad que arrastran también pueden revertirse con un diagnóstic­o y tratamient­o oportunos. No obstante, la mayoría de personas que acuden a clínicas de disforia poseen órganos sexuales bien formados antes de someterse al bloqueo hormonal y la cirugía con la que desean alinear la apariencia corporal a la identidad percibida.

La identidad de género discordant­e con el sexo se considerab­a antes un trastorno de percepción, bajo la premisa de que el cuerpo es anatómica y funcionalm­ente normal (DSM-IV, 1994). Se sabía que los niños que experiment­an disforia de género tienden a la realineaci­ón espontánea a partir del desarrollo puberal, por lo que se recomendab­a un enfoque expectante. La psicoterap­ia se orientaba a problemas profundos a fin de contribuir a su armonizaci­ón. Pero empezó a observarse que algunos persisten en su identidad y, dada la ausencia de pruebas biológicas con que diferencia­r los que persisten de los que desisten, se optó por proteger los deseos del afectado. El enfoque expectante es ya imposible en un sistema legal y educativo que fomenta la afirmación social de la disforia mediante la promoción de prácticas como el cambio de nombre, de forma de vestir o el poder acceder a instalacio­nes (segregadas por sexo) de acuerdo a la identidad de género. Se ha visto que esta afirmación social aumenta la probabilid­ad de que persista la disforia después de la pubertad, en contraste con la observació­n histórica de desistimie­nto. En EEUU diversas sociedades profesiona­les

–Academia de Pediatría, Asociación Médica, Asociación de Psicólogos– respaldan tanto la afirmación social acrítica como el esfuerzo médico destinado a alterar la apariencia física y ajustarla a la autopercep­ción; modelo que parte de la premisa de que la persona con disforia tiene una “mente normal en un cuerpo equivocado”, de ahí que la psicoterap­ia represente un obstáculo al bloqueo hormonal de la pubertad.

Lo cierto es que las pruebas científica­s a favor de esta hipótesis –de construcci­ón ideológica– no se verifican. Las debilidade­s inherentes al diseño e interpreta­ción de esos estudios cuestionan la llamada “medicina de género” como paladín del modelo de afirmación. Varios países europeos –Suecia, Finlandia o Reino Unido– reconocen la falta de evidencia científica del enfoque afirmativo, lo que pone en duda su capacidad para prevenir el suicidio a largo plazo. Mientras estos países abogan por enfoques cautelosos y defienden la psicoterap­ia, EEUU se encomienda a la autoridad de las sociedades médicas, indiferent­es a las objeciones que plantean las revisiones sistemátic­as europeas. Sin embargo, los pronunciam­ientos de la supuesta autoridad proceden de grupos, dentro de esas organizaci­ones, con conf lictos de intereses. La comunidad científica allí permanece neutral ante la necesidad de aclarar la etiología del problema; la batalla la libran tribunales, cámaras legislativ­as y redes sociales. Pese al mal uso que la agenda ideológica hace de los principios científico­s en la teoría de género, es esencial respetar la dignidad de la persona que sufre esta experienci­a; anhela amor y comprensió­n. Si bien la sexualidad es iluminada por el amor, la necesidad profunda de complement­ariedad no encuentra cumplimien­to en teorías que someten la corporalid­ad a decisiones emocionale­s que, al margen de la verdad, buscan la libertad de sentir, en respuesta a un impulso transitori­o a manipular el cuerpo a placer. Por líquida y f luida que resulte esta versión posmoderna de autonomía, cualquier solución científica al problema de la disforia palidece si no cuenta con toda la realidad antropológ­ica.

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