Jouer la comédie
justo antes de que su personaje acuda a una reunión del CNC para pedir fondos para su nuevo filme. “¿Está el guion terminado?, ¿no se parece demasiado a sus tres películas anteriores?, ¿de qué trata?”, le preguntan los miembros del comité de subvenciones. Lanzado así a su propia puesta en abismo, el cuarto largo de Bruni sigue poniendo a los suyos ante un espejo levemente deformante, lo justo para observarlos en su indomable excentricidad para la modulación musical de la comedia coral y el enredo catártico capaz de ahuyentar la tragedia familiar e integrarla en su materia narrativa.
La casa de verano puede verse también como actualización de Las reglas del juego, un retrato del arriba y abajo de la burguesía decadente y su servicio doméstico, aunque tratados siempre desde el relevo equitativo y una suerte de cariño invertido que va de abajo a arriba, a lo sumo en una misma y luminosa transversalidad cinematográfica.
Y también estamos aquí ante la feliz integración de los grandes modos interpretativos de la comedia burlesca europea, ante el maridaje, con perdón, de la gran escuela francesa de la Comédie (Raffaelli, Arditi, Moreau, Lvovsky) y la gesticulante variedad italianizante (Golino, Scamarcio). Entre ambas, heredera biológica de una y otra, pero sobre todo hija, hermana, esposa, madre y mujer maravillosamente sufriente, la Bruni nos regala un auténtico festín del histrión que protagoniza los mejores despuntes abiertamente cómicos del filme, como esa escena en la estación del tren en la que termina abrazada al pobre revisor. Aguilar ha encallado en este cine de la imaginación nocturna (en clave siniestra), y no se percibe una salida a la vista. Hace pensar en otro cineasta otrora interesante, Grandrieux, con quien comparte esa algo adolescente igualación entre la radicalidad formal y los universos maldororianos. En estos, sin embargo, se echa en falta el vuelo de la hipérbole y la risa del Conde franco-uruguayo.
Desde A zona, Aguilar clava el mismo clavo, y podría afirmarse incluso que Mariphasa sube un peldaño en lo que a perfección se refiere: calculada atmósfera, personajes especulares, finas transiciones entre los no-lugares cristalizados, sensación de opresión e inminencia de catástrofe. Los pocos hilos argumentales de los que poder tirar; el fatigoso ejercicio de exégesis del espectador por arrancarle significado a los susurros que se intercambian los velados protagonistas, se sabe un ejercicio baladí e innecesario. Queda la experiencia de los rastros sensoriales y su potencia evocadora de un pasado traumático y un presente clausurado: el machacado del cristal, el ladrido de un perro, el reflejo de aviesas miradas... Es decir, queda muy poco. Entre algunas imágenes de Sharon Lockhart, pasajes del Garrel de Le révélateur y el mundo (monstruoso) visto al microscopio por Jean Painlevé, La ciudad oculta desciende al subsuelo de la gran urbe buscando la abstracción como textura y forma experimental que dé cuenta de esa otra vida, esa otra materia, esos otros trazados y laberintos, ese otro flujo de trabajo o ese silencio atronador que domina el mundo de las sombras bajo el asfalto.
La explícita conexión con la ciencia-ficción nos remite también a otros proyectos documentales recientes ( Dead slow ahead), buscando en la mirada, atravesada siempre por un runrún industrial, el nacimiento de nuevas figuras y umbrales para el ojo más allá de la superficie de lo real. Pero hay también espacio para los rostros (lo social), ratas, gatos, lechuzas y cucarachas vigiladas, para el agua que se filtra desde las alcantarillas o reflejos de luz capaces de sugerir constelaciones imposibles.
No esperábamos, empero, en este sugerente viaje sensorial a las tinieblas, tener que salir a la superficie (el accidente de tráfico y el rescate de los bomberos), en la que se nos antoja una falla caprichosa en su alargada consistencia.