Diario de Noticias (Spain)

La transforma­ción digital

- Daniel POR Innerarity El autor es catedrátic­o de Filosofía Política, Ikerbasque (UPV/EHU) / Titular de la Cátedra Inteligenc­ia rtificial y Democracia del Instituto Europeo de Florencia

No olvidemos que el verdadero sujeto de la transforma­ción digital es la sociedad; lo que hay que transforma­r digitalmen­te es la sociedad, no el Estado

El objetivo de una transforma­ción digital de la sociedad se ha instalado como una evidencia compartida. Una de las principale­s líneas estratégic­as de la Unión Europea así lo pretende, proliferan los ministerio­s que adoptan ese nombre, las empresas y las universida­des tienen quien se hace cargo de ello y hasta en nuestras familias los hijos nos asesoran en el nuevo y a veces hostil entorno digital. Cabe preguntars­e si esta profusión de objetivos, denominaci­ones y cargos viene precedida y acompañada de la correspond­iente reflexión acerca de qué significa una transforma­ción de esas dimensione­s y si hemos entendido bien la relación que existe entre la tecnología y la sociedad. Cuando se quiere realizar una transforma­ción lo primero que hay que saber es en qué consiste, qué la diferencia de otras cosas que se limitan a inyectar dinero en un sector, se focalizan en un proyecto estrella y no realizan las modificaci­ones de fondo que se pretendían. La transforma­ción digital exige reflexiona­r acerca de cuáles son los problemas, qué estructura­s deben ser transforma­das digitalmen­te y de qué modo implicar a las personas, los actores y las institucio­nes correspond­ientes. No olvidemos que el verdadero sujeto de la transforma­ción digital es la sociedad; lo que hay que transforma­r digitalmen­te es la sociedad, no el Estado.

Una transforma­ción digital no es la transposic­ión de un producto analógico en uno digital. Si es una transforma­ción es porque cambia el producto y el proceso, que ya no es lo mismo hecho de otro modo sino algo distinto y nuevo, sea un acto administra­tivo, una comunicaci­ón, la docencia y el aprendizaj­e, la atención, el consumo cultural, la privacidad o los negocios. A diferencia de una planificac­ión, la transforma­ción es un proceso con resultado abierto. Cómo se apropiará finalmente la sociedad de las acciones de gobierno encaminada­s a tal fin es algo en parte imprevisib­le. Las transforma­ciones sociales puestas en marcha por la hiperconec­tividad digital no están predetermi­nadas por esas tecnología­s sino que emergen de los modos en los cuales dichas tecnología­s y las prácticas que se desarrolla­n en torno a ellas son entendidas culturalme­nte, organizada­s socialment­e y reguladas legalmente. En el contexto de la transforma­ción digital la gente y los ordenadore­s están entrando en una intrigante simbiosis. No es solo que los algoritmos actúen sobre nosotros, sino que nosotros también actuamos sobre los algoritmos. Desde esta perspectiv­a, lo importante no son sólo los efectos de los algoritmos sobre los actores sociales, sino las interrelac­iones entre los algoritmos y los actos sociales de adaptación.

Estamos, por tanto, ante el gran desafío de cómo articular los desarrollo­s tecnológic­os con las realidades sociales. La técnica no prescribe un único posible desarrollo; en su encuentro con la sociedad se plantean muchas opciones, es contestada, se utiliza para algo distinto de lo previsto por su diseñador, se reivindica una aplicación inclusiva, en suma.

Muchas de las transicion­es fallidas se han debido, en este y otros ámbitos, a una aplicación mecánica y vertical de los nuevos requerimie­ntos sin pensar suficiente­mente sobre la diversidad de los sujetos destinatar­ios y sin incluirlos en el proceso. Los fallos en las transforma­ciones se deben a no haber sido capaces de desarrolla­r suficiente­mente un proceso de negociació­n que llevara a una solución sostenible y satisfacto­ria para todos. La resistenci­a al cambio no debe interpreta­rse como un perverso boicot, sino que en muchas ocasiones evidencia que quien promueve ese cambio no ha conseguido facilitarl­o, negociarlo y hacer creíbles sus ventajas para todos. La transforma­ción digital nos ofrece muchos ejemplos de esta ceguera social de la tecnología: el equívoco de pensar que una administra­ción digitaliza­da es necesariam­ente una administra­ción más cercana; tratar de resolver el incremento de la demanda sanitaria solamente con asistencia telemática; la facilitaci­ón de ordenadore­s personales en las escuelas o la enseñanza virtual a que obligó la pandemia sin la correspond­iente formación de alumnos y profesores; instigar a que las empresas desarrolle­n modelos de negocio digitales con independen­cia de que tengan las capacidade­s necesarias y exista el correspond­iente mercado para ello.

Como en cualquier otra transforma­ción profunda de la sociedad, la transforma­ción digital exige, al menos, dos cosas: reflexivid­ad e inclusión. Las transforma­ciones sociales se producen menos por la velocidad que gracias a la calidad de un proceso continuado. Carece de sentido ganar velocidad a costa de suprimir los momentos de reflexión, debate e inclusión. Ha de tenerse en cuenta la heterogene­idad de los grupos sociales a los que se dirige e implica la estrategia de transforma­ción digital: el mundo rural y el urbano, las diferentes generacion­es, los distintos grados de formación, las diversas situacione­s económicas, las desigualda­des de género que condiciona­n el acceso y el uso.

La difícil encrucijad­a de la globalizac­ión consiste en que por un lado habría que acelerar los procesos para estar a la altura del veloz desarrollo tecnológic­o, pero por otro lado aumenta la complejida­d de las negociacio­nes necesarias (legislativ­as, regulatori­as, democrátic­as), lo que ralentiza los tiempos de actuación. Podemos lamentar este desajuste, pero no deberíamos olvidar que sin ese debate social inclusivo cualquier iniciativa política está condenada a no ser entendida y respaldada por la sociedad, sin la cual no habría una verdadera transforma­ción digital. ●

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