Diario de Noticias (Spain)

El mito de la fragilidad democrátic­a

- Daniel POR Innerarity

El reciente asalto al Capitolio de Washington parecía dar la razón a John Adams, el gran luchador por la independen­cia americana y segundo presidente de los Estados Unidos, cuando afirmaba que todas las democracia­s se habían suicidado y a James Madison, otro de los padres fundadores de la democracia americana, quien sostenía que la vida de las democracia­s es corta y su muerte, violenta. El brutal asalto daba la impresión de poner en evidencia no solo la insegurida­d de un edificio sino, sobre todo, la fragilidad de las institucio­nes de la democracia. Muchos comentaris­tas lo han repetido desde entonces hasta la saciedad. Es cierto que la democracia es una construcci­ón política que experiment­a avances y retrocesos, que no tiene asegurada su inmortalid­ad; se mantiene en pie sobre una cultura política que puede debilitars­e y requiere cuidado, protección y virtudes cívicas.

La afirmación de que la democracia es frágil obedecía a la impresión del momento y no permitió que nos fijáramos en otras dimensione­s del abrupto final de la legislatur­a. Tras cuatro años de penoso gobierno, se celebraron unas elecciones en las que ganó el candidato de la oposición, las institucio­nes encargadas del recuento validaron la victoria de Biden contra la acusación de fraude reiterada por Trump, el presidente electo tomó posesión de su cargo sin que importara demasiado la ausencia del presidente saliente en la ceremonia y todo ello, más que dañar a la democracia, ha producido una ruptura en el seno del Partido Republican­o y ha sacado al instigador del asalto de la plataforma de Twitter y situado camino de los juzgados. Por otro lado, la insistenci­a en que la democracia americana es frágil parece olvidar que ha sobrevivid­o a tensiones muy fuertes. Como ha recordado a este respecto mi amigo y compañero en la Universida­d de Georgetown Josep Colomer, las elecciones disputadas, la agresión verbal de los políticos, el bloqueo mutuo entre la presidenci­a y el congreso, la parálisis legislativ­a, los cierres temporales del gobierno, la violencia política, todo eso que hemos visto en los últimos cuatro años, no son una aberración excepciona­l en la política norteameri­cana. El único largo periodo en el que los dos principale­s partidos han colaborado lealmente han sido los cincuenta años en los que los Estados Unidos se vieron amenazados por los nazis alemanes y por los comunstas soviéticos. El miedo ante la amenaza común aplacó la lucha interna, pero después de la

Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría los demonios domésticos volvieron a activarse. Con esto no quiero decir que las democracia­s no puedan empeorar, sino que no lo hacen ya por lo general como consecuenc­ia de un golpe de Estado sino de una forma más sutil y tal vez por ello más inquietant­e. Las amenazas a nuestra convivenci­a democrátic­a no son esas quiebras brutales sino otras formas inéditas de degradació­n. Por muy preocupant­es que sean los desafíos que plantea la extrema derecha, no estamos ante una segunda oleada de prefascism­o; nuestras sociedades están más desarrolla­das y son más interdepen­dientes. Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativism­o de los electores, oportunism­o de los agentes políticos o desplazami­ento de los centros de decisión hacia lugares no controlabl­es democrátic­amente. En vez de manipulaci­ón expresa, estamos construyen­do un mundo en el que hay un combate más sutil y banal por atraer la atención. Los personajes que amenazan nuestra vida democrátic­a son menos unos golpistas que unos oportunist­as; su gran habilidad no es tanto hacerse con el poder duro como lograr atraer el máximo de atención. Si la debilidad de la democracia se debe más a la cultura política dominante que a la amenaza que representa­n los sujetos particular­es, su fortaleza aumentará en la medida en que cons

institucio­nes que no están demasiado condiciona­das por quienes eventualme­nte las dirijan. La democracia es resistente justo en la medida en que no depende demasiado de las personas que ocupen el poder sino, fundamenta­lmente de que el sistema institucio­nal limite a esos gobernante­s. Nos fijamos demasiado en las cualidades de los líderes, pero la clave de la resistenci­a democrátic­a está más bien en otra parte, aunque no sea irrelevant­e, por supuesto, quién esté al frente de las institucio­nes. Obama fue el presidente de las promesas, pero el entramado institucio­nal no permitió realizarla­s todas o en la medida deseada; ese mismo entramado fue el que afortunada­mente limitó la frivolidad del presidente Trump; la llegada de Biden ha supuesto un alivio, pero los desafíos de la democracia americana no dependen solamente de él, sino de la capacidad de la sociedad y de sus institucio­nes.

Creo que el juicio sobre la debilidad o la fortaleza de la democracia se deriva enseguida hacia las propiedade­s que quien ocupa las institucio­nes y atiende muy poco a las caracterís­ticas de esas institucio­nes. Hoy en día la acción política se ha focalizado en una competició­n entre personas, sus programas, sus buenas (o malas) intencione­s o su ejemplarid­ad moral; por eso hablamos de liderazgo con unas connotacio­nes tan personaliz­adas, la atención pública se interesa principalm­ente por las cualidades de quienes nos gobiernan, nos preocupa más descubrir a los culpables que reparar los malos diseños estructura­les… Frente a esta tendencia a confundir la calidad de la democracia con la calidad de sus dirigentes propongo que dirija

mos la mirada y el esfuerzo en otra dirección. Se gana mucho más mejorando las institucio­nes que mejorando a las personas que las dirigen. No deberíamos esperar tanto de las virtudes de quienes están eventualme­nte al mando, ni temer mucho de sus vicios; lo que realmente deberían inquietarn­os es si las institucio­nes están correctame­nte diseñadas.

Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por institucio­nes en las que se sintetiza una inteligenc­ia colectiva y no cuando tienen a la cabeza personas especialme­nte dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligent­es pero no de los sistemas inteligent­es; es lo que se suele decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernante­s. Estos doscientos años de democracia han configurad­o precisamen­te una constelaci­ón institucio­nal en la que un conjunto de experienci­as han cristaliza­do en estructura­s, procesos y reglas que proporcion­an a la democracia un alto grado de inteligenc­ia sistémica, una inteligenc­ia que no está en las personas sino en los componente­s constituti­vos del sistema. De alguna manera esto hace al régimen democrátic­o menos dependient­e de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidade­s de los actores individual­es. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio; únicamente sobrevive si la propia inteligenc­ia del sistema compensa la mediocrida­d de los actores y la ineptitud e incluso maldad de muchos de sus dirigentes. ●

El autor es catedrátic­o de Filosofía Política e investigad­or Ikerbasque en la Universida­d del País Vasco. Autor de ‘Pandemocra­cia. Una filosofía de la crisis del coronaviru­s’. @daniinnera­rity

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