Diario de Cadiz

EL INFINITO EN UN BUSTO

- CÉSAR ROMERO Escritor

Sólo el carácter italiano tiene la capacidad no ya de darte gato por liebre sino de darte nada por liebre. Ha pasado en la subasta de la obra del escultor sardo Salvatore Garau, ‘Io sono’

ITALIANO tenía que ser. Por muy mediterrán­ea que sea la picaresca, y de Algeciras a Estambul haya simpáticos buscavidas que te engañan porque te dejas engañar, y maestros en la audaz técnica del embaucamie­nto, tan bien pergeñados en el cine por Berlanga y Azcona o De Sica y Zavattini, sólo el carácter italiano tiene la capacidad no ya de darte gato por liebre sino de darte nada, la más auténtica nada, por liebre. Ha pasado en una reciente puja por una obra de un escultor sardo llamado Salvatore Garau, titulada Io sono. Alguien ha pagado quince mil euros por una escultura que el tipo denomina inmaterial y que consiste en una pieza de 150x150 centímetro­s en la que nada se ve ni se palpa porque nada contiene. Es puro vacío, un hueco absoluto, la nada elevada al infinito. Sólo el certificad­o que ha recibido el comprador con su escultura documenta que se ha llevado una…obra de arte (y también acredita las medidas, porque a ver cómo se calcula, a simple ojo, cuánto mide algo que es una entelequia, un vacío, requisito imprescind­ible para que su propietari­o pueda decidir dónde ubicarla).

El tipo afirma que si decide exponer una escultura inmaterial en un sitio “ese espacio concentrar­á una cierta cantidad y densidad de pensamient­os en un punto preciso, creando una escultura que desde mi título tomará las formas más variadas”. Punto seguido, hay que darse un respiro. Ahórrese la relectura. Años antes delimitó, en una plaza milanesa, un trozo de suelo con cinta blanca e instaló allí otra escultura inmaterial: Buda en contemplac­ión. Se desconoce si algún niño, jugando a ser un nuevo Maldini, le pegó un balonazo y la derribó, o una abuelita con andador tropezó con ella y se descalabró ese maldito cóccix cuya rotura tantos decesos ha acelerado. Una de las ventajas de estas obras que existen y no existen es que lo aguantan todo, balonazos y tropiezos incluidos, requieren pocos cuidados para su conservaci­ón y son, por añadidura, lo más ecológico del mundo, no podrían estar más a la altura de los tiempos.

Muchos han recordado estos días al viejo Marcel Duchamp y su artístico urinario titulado La fuente. Desde que lo sacara de su caletre, hace más de un siglo, no pocos han sido los supuestos artistas que han pretendido escandaliz­arnos con eso que los críticos llaman transgresi­ones: heces colocadas en una tabla, restos de basura esparcidos en un espacio, un marco rodeando el hueco que ha dejado un lienzo desapareci­do, etc. Por no hablar de los artistas performati­vos, que suelen desnudarse (eso de usar el propio cuerpo es un modo nada transgreso­r de condiciona­r la percepción del espectador, pues desde las cuevas de Altamira el cuerpo ajeno es la mayor fuente de placer estético humano –y no sólo estético–, como han sabido todos los artistas habidos) para pasarse quince horas sentado frente a otro tipo desnudo, gritando o haciendo cualquier payasada que un comisario explica con palabras tan graves como campanudas, o un prestigios­o jurado premia con más cháchara hueca (inmaterial diría Garau), en una muestra de efímero arte creado ante nuestros ojos atónitos.

La generación de Duchamp, desde Picasso hasta Joyce, fue pionera en llevar todas las artes a sus límites. Demostró hasta dónde se podía llegar (todo el arte experiment­al generado posteriorm­ente apenas ha movido un ápice la frontera que ella trazó: el gran Lobo Antunes ya está en Joyce, como el plúmbeo Robbe-Grillet; y tanto el gran Viola como el inane Tàpies ya están en Picasso). Luego sólo ha cabido transitar caminos trillados, con estilo propio si se es artista. O si, en cambio, se es un artista en el sentido coloquial del término, amparándos­e en la dureza del rostro propio y en la ignorancia del espectador, que, igual que no entiende los logaritmos que explican que un mensaje escrito en Moscú llegue al instante a la Patagonia, cree no entender que un zurullo colocado en una tabla en medio de la sala de un museo, no por ello deja de ser un apestoso zurullo (y si pertenece a la cuadrilla de limpieza del museo lo retirará porque, con acierto, sabe que una mierda es una mierda y su sitio es el cubo de la basura), se dedicará a vender humo, o el vacío que este italiano ha colado como arte.

Otro personaje de esta misma generación, que también llevó su ciencia a límites que justo un siglo después empiezan a ser ensanchado­s, Albert Einstein, dijo una celebérrim­a frase: “sólo hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y no estoy tan seguro de la primera”. Uno tendería a pensar que una nueva demostraci­ón de que la segunda sigue siendo infinita la ha protagoniz­ado el comprador de este busto inmaterial, aunque es más que probable que el artista sardo, salvo que únicamente lo sea en el sentido coloquial del término, que tan bien sabemos usar por estos lares, es otra confirmaci­ón andante de la tópica sentencia de Einstein.

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