MIS DOS ESPAÑAS
Ese punto medio entre los extremos entre el nacimiento y la muerte donde transcurre la mayor parte de aquello que llamamos vida
En diciembre de 2024 cumpliré seis años en España y, para acabar con los números redondos, como diría Enrique Vila-Matas, he decidido que es un buen momento para hacer un balance. El título de este artículo es engañoso. No me decanto por el consabido binarismo guerracivilista, que, aun estando todavía muy presente, no agota la complejidad de este hermoso país que me ha acogido. No quiero hacerme el interesante, por lo que revelo de entrada cuáles serían mis dos Españas: la moderna y la atávica. Vaya descubrimiento, dirá más de uno. Lo habitual, además, es vincular estas dos visiones de mundo con las respectivas posiciones políticas. La España atávica sería aquella católica, conservadora, franquista, amante de los toros, recelosa de la inmigración, votante del PP y un largo y estereotipado etcétera. Mientras que la España moderna sería la laica, progresista, independentista, republicana, ecologista, antifamilia, de fronteras abiertas, votante del PSOE y otro chorizo de generalizaciones más. No incluyo en la fórmula ni a Vox ni a Podemos ya que los considero dos excrecencias histéricas que el sentido común continuará expurgando poco a poco del cuerpo de la nación.
A lo que iba: si algo he descubierto es que ambas facetas, la moderna y la atávica, están presentes en las dos Españas aparentemente enfrentadas. Y de esa combinación surgiría, para mí, lo típico español que llega a ser tan fascinante como desconcertante. Pongamos un solo ejemplo. Para la España que he llamado atávica la perdición del Reino viene de África y en pateras. Para la España que he llamado moderna, el apocalipsis viene de Inglaterra bajo la etiqueta del «turismo de masas». Ambas alergias son variantes, de signo contrario, de una misma propensión xenofóbica. Nótese que el recelo a lo foráneo es el denominador común, con lo cual la balanza del temperamento se inclinaría hacia uno de los costados, el atávico, de manera que al adjetivo de «moderno» le habrían crecido unas irónicas comillas.
Ahora bien, ¿es esto realmente así? Esta reducción de todo un país a la dicotomía de la siesta y la fiesta, ¿no incurría en el exceso temperamental que señala? Si nos guiamos por las redes sociales y los medios de comunicación, cuyo negocio es la explotación de los tópicos y el pensamiento radical, tendríamos que decir que sí. Pero, ¿cómo es la cotidianidad en España? El día a día en la calle, ¿reproduce esta caricatura política? Después de seis años viviendo aquí mi respuesta es un no rotundo. Un « no » , sin embargo, que tiene más la cualidad del milagro que la de la evidencia. Cada día me sorprendo de que en España no se desate una guerra civil. Y no lo hace precisamente porque hace menos de cien años ya hubo una, muy sangrienta y devastadora. Constatar esto, mientras en Venezuela la crisis no parece tocar fondo y América Latina sigue siendo una comunidad de iniquidades, acrecienta mi perplejidad ante ese prodigio de convivencia que fue y es, porque en el fondo no ha concluido, la Transición. Ese punto medio entre los extremos, entre el nacimiento y la muerte, donde transcurre la mayor parte de aquello que llamamos vida.