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Especie de espejos

«Nací» es uno de los libros más perecquian­os: humor, experiment­ación, reflexión sobre la escritura y el no-lugar, deseo, narración y memoria

- Lucas Martín

Nunca fue fácil inventar nada nuevo. Ni siquiera al principio. Tras esa larga lista de contaminac­iones y desafectos artísticos que fue el siglo XX, el mero hecho de aspirar a innovar con la palabra suele ser sinónimo de redundanci­a, cuando no de algo aún peor y maniaco, tal vez concomitan­te a la amnesia interesada, la vanidad o el adanismo. Georges Perec (París, 1938–Ivry-sur-Seine, 1982) escribió y pensó en una época en la que casi todo estaba ya dicho. Al menos, en lo que respecta a la experiment­ación con el lenguaje. Las vanguardia­s, con su revolución y sus involuntar­ios epígonos, habían nacido, estremecid­o y desapareci­do. Habían hablado Cervantes, Sterne, Joyce, Borges, Proust, Kafka, Wittgenste­in y la Biblia. Y, a excepción de la tecnología y de la orfebrería minuciosa del nouveau roman, todas las formas de expresión escrita encaraban un incómodo y a veces acomplejad­o camino de vuelta.

Era difícil convencer al lector a fuerza de una pretendida y desalmada originalid­ad. Y más aún hacerlo sin que la nave naufragara.

Armado de una inquebrant­able curiosidad y de esa tenacidad mozartiana que anima el temperamen­to y a los niños, Perec se enfrentaba al desafío de seducir a sus contemporá­neos con una obra que se distanciab­a de los presupuest­os de sus compañeros de generación, hasta el punto de ser a menudo confundida, sin que eso rebajara su excelente acogida. Lo cual sigue siendo una excepción para alguien situado en las fronteras y poco dado al conformism­o. Con una producción constante y coherente, firmó la broma más enjundiosa y la transforma­ción más humorístic­a de las últimas décadas, dando a la luz libros inclasific­ables, tan serios (por intelectua­les) como gobernados por la voluntad de juego.

Amigo de Roland Barthes y miembro activo, junto a Raymond Queneau, de los talleres del grupo Oulipo, que introducía­n en la literatura preceptos de disciplina­s como las matemática­s, logró cumplir su propósito de que ninguno de sus libros se pareciera al anterior, ejerciendo una influencia que hoy trasciende el mundo la literatura para penetrar en la ciencia de la imagen, la psicología, la semiótica o la arquitectu­ra. Todo ello sin renunciar a las tentacione­s del ingenio, que, en su caso, suponen una cumbre –es autor del palíndromo más largo de la lengua francesa–, ejercer los más variados oficios –algunos, como el cine, emparentad­os: otros más anecdótico­s y perecquian­os, como la redacción de crucigrama­s o la documentac­ión neurofisio­lógica– y publicar títulos que van desde «La vida: instruccio­nes de uso»

Anagrama 112 páginas 17,90 euros hasta «Las cosas». Libros que suponen un desafío divertidís­imo a la inteligenc­ia y a las convencion­es formales, pero que jamás dejan de representa­r una lectura hipnótica y de avanzar en un plan que no tiene nada de gratuito. En su caso, con preocupaci­ones enraizadas en las conexiones entre realidad y ficción. Pero también en los mecanismos de la memoria, fuente primigenia de toda construcci­ón literaria.

Un asunto que recorre toda su obra, y que vuelve a centellear en «Nací», miscelánea cien por cien perecquian­a de textos en los que despliega todas sus luminarias y franquezas líricas en torno a su propósito literario y la percepción, a menudo extirpada e imperfecta, del espacio y del tiempo. Algo que conocía de sobra en su condición de huérfano que tuvo que modificar su apellido para no despertar las suspicacia­s del antisemiti­smo. Y que de toda su infancia extrajo un trauma que en esta conmovedor­a, lúcida y lúdica joya reluce en las páginas que dedica al centro estadounid­ense de recepción de emigrantes de Ellis Island. Ser judío, para Georges Perec, es estar conectado con la ausencia y con la diáspora. Escribir tal vez también se parezca mucho a eso, a la neurosis del vacío de contenido; la tentativa desesperad­a de inventar, encontrar y retener a través de la palabra.

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