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Nivelación a la baja
Las artes escénico-musicales han caído en la trampa del todo vale, llevando a la práctica extinción de la crítica
Hace poco más de un lustro, un periodista neoyorquino se quejaba en la prensa local de que en la ciudad estadounidense, tanto en los conciertos sinfónicos como en los musicales o en las representaciones operísticas, de manera inevitable, se acababa con una ovación en pie por parte del público, hecho este que siempre se había reservado para marcar los grandes acontecimientos escénico-musicales, las actuaciones geniales, la presencia y el impacto de los grandes divos. Decía que, desde entonces, se había devaluado el sector porque, si todo pesaba igual, al final lo mediocre podía con lo bueno y se acababa en una medianía con muy mal pronóstico para la salud de los espectáculos. De manera paralela señalaba una «enfermedad» cuyos síntomas se han ido acrecentando en estos años: continuamente se encontraban reseñas alabando un concierto o un artista determinado de manera exagerada. Curiosamente al observar con lupa determinados comentarios se atisbaba, en zona de sombras, la presencia por detrás de discográficas, entes organizadores y demás agentes implicados, moviendo los hilos de las marionetas que se manipulaban con total impunidad.
Esta situación ha ido a más, llevando a la práctica extinción de la crítica como tal, con sus obligaciones para poner el acento en lo bien y en lo mal hecho, independientemente de la opinión puntual del respetable en una noche concreta. Se recuerda, de hecho, casi como algo del pasado aquello que leíamos, de «éxito de crítica y público». La unanimidad entre ambos factores era la que empujaba un producto artístico determinado.Ya forma parte del pasado. La desvalorización del entorno de los espectáculos en vivo lleva a que sólo los likes a través de las redes sociales sean lo relevante y si aparecen opiniones discrepantes se despachan de inmediato como algo fuera del sistema que no merece formar parte del mismo. Las tramas clientelares, que siempre han existido, se detectan ahora con mayor dificultad en el ruido cacofónico que todo lo envuelve.
Meses atrás, un ahora muy mediático director de orquesta ofreció un concierto en una capital centroeuropea muy celebrado por las redes. Sin embargo, los dos o tres críticos que aún subsisten en esa ciudad analizaron con dureza sus prestaciones, lo endeble de su propuesta al acercarse a una obra de repertorio. Sin embargo, la propia orquesta, a través de sus canales, no hizo más que entusiasmarse ante unas imágenes ligeras de ropa del interfecto que, oportunamente, se colgaron esos días con el claro objetivo de opacar cualquier comentario que pudiese enturbiar una velada fallida y frustrante.
En demasiadas ocasiones se generan debates artificiales, superados por el tiempo, pero que se vuelven recurrentes en manos del analfabetismo que impera en este campo. Hace ya más de medio siglo que se superó la discusión sobre si se debía o no actualizar una producción lírica del pasado. Es un asunto zanjado. Cada día se levanta el telón y cada producción es algo que nace sobre una partitura y un libreto determinados. Pues bien, el asunto aún colea de manera interesada, porque un acercamiento clásico al repertorio tiene una lectura conservadora y otro rompedor es pura delicia progresista.
La realidad es muy otra: hay lecturas supuestamente rompedoras que son pura carcundia y versiones clásicas que son un prodigio dramatúrgico. En realidad, ¿dónde debería estar la polémica? En un aspecto muy sencillo: en la calidad. Si algo funciona y tiene nivel, es bueno independientemente de que desagrade a unos y otros. Pero esta dicotomía interesa menos. Sobremanera, en este tiempo de la perpetua standing ovation , en el que cualquier crítica fundada se ve como un misil capaz de graves disturbios. El resultado de estas falsas premisas siempre es el mismo: una paulatina bajada de la exigencia artística y, a la larga, una desbandada por parte del público.