Málaga y su gran héroe Torrijos
Pudo serlo todo en la monarquía fernandina pero renunció en aras de sus creencias constitucionales
Ahora que por su vitalidad social y empuje económico, Málaga está, como se dice castizamente, «que se sale del mapa», será tan necesario como oportuno recordar una de las pinturas de historia de más valor artístico e historiográfico de toda la contemporaneidad española. Conforme recuerdan sin excepción alguno sus electrizados conocedores, ‘El fusilamiento de Torrijos’ es uno de los cuadros del Museo del Prado de mayor impacto emocional de los atesorados por la grandiosa pinacoteca. Por encima incluso de la rendida exaltación de la libertad, diosa absorbente de la pintura de Gisbert, y destacando sobre sus incontables riquezas artísticas y narrativas constituye un férvido homenaje a la dignidad en las más variadas de sus manifestaciones.
Todo, en efecto, es digno y noble en su composición. Verdugos -muchos de entre ellos simples soldados lo serían a la fuerza- y víctimas se recortan sobre las playas malagueñas de S. Andrés -hodierno habitáculo y residencia del cosmopolitismo europeo más contrastado- con sesgo a tono con las dramáticas circunstancias. El pelotón de fusileros, sus jefes, los frailes ofreciendo con sobria ternura los últimos auxilios religiosos al general Torrijos (1791-1831) y sus compañeros, engañados y traicionados por el general asesinado más tarde del modo más cruel por los partidarios de Carlos IV, y hasta un adolescente grumete también inmolado por la insania del antecitado militar, todos los elementos del cuadro rezuman elegancia moral, excruciante y contenido dolor, tristeza cósmica ante la inminente ejecución, precedida ya de la de algunos de sus camaradas. Y, claro es, el joven y gallardo héroe de la libertad, recién cumplidos los 40 años, concentra todo el inmenso significado de la afección indeclinable por la libertad, como valor máximo y supremamente nutricio de la vida individual y colectiva. Alguien como él, que pudo serlo todo en la monarquía fernandina, renunció a honores y riquezas, privilegios sin fin y a una esposa adorable en aras de sus creencias constitucionales. No en balde uno de los siete estadistas de la Restauración canovista, el riojano Práxedes Mateo Sagasta, en días de opacidad del régimen alfonsino, impulsó con ardor que El Prado encargara por vez primera en su trayectoria el cuadro espléndido del artista alicantino.
En nuestro desdichado país no solo se entierra muy bien, según afirmase uno de los más conspicuos políticos de nuestro tiempo, el profesor Pérez Rubalcaba, también se muere con el mayor decoro. ‘El fusilamiento de Torrijos’ así lo refrenda incuestionablemente. Confiemos en que, pese a todo, en el inminente ordenamiento de la segunda enseñanza se incluya como reflexión ineludible glosar la gran lección de Historia impartida de manera admirable por un artista representativo del más hondo genio español. Lo tanático ha sido indisputadamente esencia y médula de su pensamiento y arte. Continuamente, al correr de los días, la vida española lo testimonia de modo irrefragable. Así todavía guardan todo su lustre y vigencia los versos esproncedianos a Torrijos y sus compañeros: «Hélos allí, junto a la mar bravía, -cadáveres están lo que con su muerte dieron honra a la libertad - y a España nombradía»...
«‘El fusilamiento de Torrijos’ es uno de los cuadros del Museo del Prado de mayor impacto emocional»