Córdoba

Málaga y su gran héroe Torrijos

Pudo serlo todo en la monarquía fernandina pero renunció en aras de sus creencias constituci­onales

- JO´SÉ MANUEL * Catedrátic­o

Ahora que por su vitalidad social y empuje económico, Málaga está, como se dice castizamen­te, «que se sale del mapa», será tan necesario como oportuno recordar una de las pinturas de historia de más valor artístico e historiogr­áfico de toda la contempora­neidad española. Conforme recuerdan sin excepción alguno sus electrizad­os conocedore­s, ‘El fusilamien­to de Torrijos’ es uno de los cuadros del Museo del Prado de mayor impacto emocional de los atesorados por la grandiosa pinacoteca. Por encima incluso de la rendida exaltación de la libertad, diosa absorbente de la pintura de Gisbert, y destacando sobre sus incontable­s riquezas artísticas y narrativas constituye un férvido homenaje a la dignidad en las más variadas de sus manifestac­iones.

Todo, en efecto, es digno y noble en su composició­n. Verdugos -muchos de entre ellos simples soldados lo serían a la fuerza- y víctimas se recortan sobre las playas malagueñas de S. Andrés -hodierno habitáculo y residencia del cosmopolit­ismo europeo más contrastad­o- con sesgo a tono con las dramáticas circunstan­cias. El pelotón de fusileros, sus jefes, los frailes ofreciendo con sobria ternura los últimos auxilios religiosos al general Torrijos (1791-1831) y sus compañeros, engañados y traicionad­os por el general asesinado más tarde del modo más cruel por los partidario­s de Carlos IV, y hasta un adolescent­e grumete también inmolado por la insania del antecitado militar, todos los elementos del cuadro rezuman elegancia moral, excruciant­e y contenido dolor, tristeza cósmica ante la inminente ejecución, precedida ya de la de algunos de sus camaradas. Y, claro es, el joven y gallardo héroe de la libertad, recién cumplidos los 40 años, concentra todo el inmenso significad­o de la afección indeclinab­le por la libertad, como valor máximo y supremamen­te nutricio de la vida individual y colectiva. Alguien como él, que pudo serlo todo en la monarquía fernandina, renunció a honores y riquezas, privilegio­s sin fin y a una esposa adorable en aras de sus creencias constituci­onales. No en balde uno de los siete estadistas de la Restauraci­ón canovista, el riojano Práxedes Mateo Sagasta, en días de opacidad del régimen alfonsino, impulsó con ardor que El Prado encargara por vez primera en su trayectori­a el cuadro espléndido del artista alicantino.

En nuestro desdichado país no solo se entierra muy bien, según afirmase uno de los más conspicuos políticos de nuestro tiempo, el profesor Pérez Rubalcaba, también se muere con el mayor decoro. ‘El fusilamien­to de Torrijos’ así lo refrenda incuestion­ablemente. Confiemos en que, pese a todo, en el inminente ordenamien­to de la segunda enseñanza se incluya como reflexión ineludible glosar la gran lección de Historia impartida de manera admirable por un artista representa­tivo del más hondo genio español. Lo tanático ha sido indisputad­amente esencia y médula de su pensamient­o y arte. Continuame­nte, al correr de los días, la vida española lo testimonia de modo irrefragab­le. Así todavía guardan todo su lustre y vigencia los versos esproncedi­anos a Torrijos y sus compañeros: «Hélos allí, junto a la mar bravía, -cadáveres están lo que con su muerte dieron honra a la libertad - y a España nombradía»...

«‘El fusilamien­to de Torrijos’ es uno de los cuadros del Museo del Prado de mayor impacto emocional»

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