AS (Aragon)

Horror en Leverkusen

El Atlético pierde con muy mala imagen ● Goles de Thomas en propia y Volland ● Maquilló Morata

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Sí, el Atlético podía haber terminado anoche clasificad­o para octavos de manera matemática. No, no lo hizo. Estuvo muy lejos de hacerlo, de hecho, lejísimos. Volvió revolcado y vencido de Leverkusen, protagonis­ta de una pesadilla en la que se metió él solito. A Bosz no le hizo falta ni poner sobre el tapete la carta de los tres centrales. Y eso que Simeone desafiaba el rugido de las carracas del público en la grada, que sonaban como truenos en la cúpula del BayArena, con su nuevo tridente apuntando como una flecha a la portería de Hradecky. Pero Costa y Morata se molestan y Correa por detrás corría para nada. Y cuando comenzó el partido una nana comenzó a salir de los pies alemanes.

El Atlético esperaba, esperaba y esperaba en su campo, dejándole al Leverkusen tocar y tocar. Los de Bosz mascaban la pelota, como si el cuero fuera chicle: la batuta la llevaba Aránguiz y no dejaba de enviar hombres, Havertz primero, Bellarabi después, por la banda derecha, a buscar túneles a la espalda de Lodi. Su dominio era como la música. Lenta, como para dormir para niños, con la amenaza de un muñeco de peluche. En su primera ocasión, Volland envió tierno el balón a Oblak tras un robo y una contra. Al Atleti de tanto esperar se le estaba poniendo el gesto a juego con la camiseta, azul pálido y frío, con todos los vicios de Liga sobre la hierba de Champions: tirar la primera parte porque sí, porque yo lo valgo, infame. Y con castigo. Porque de tanto dejar al Leverkusen llenarle la casa, sufrió síndrome de Estocolmo. Y Hermoso, con Felipe despistado, tapaba mucho pero todo no podía, inhumano. Y menos con el fuego amigo.

Si primero Felipe estrelló un balón en el poste de Oblak en un intento de despeje, dos minutos después Thomas le completarí­a la obra: lanzó el equipo de Bosz su enésimo córner muy cerrado, al primer palo, como si buscase el gol olímpico, y mientras Costa aturdía a Oblak, Thomas remataba el sinsentido. De cabeza y con rosca lo envió al fondo de la red. Para Bosz pudo ser hasta bonito. Para un rojiblanco era para echarse a llorar.

Cuando llegó el descanso y el Atlético despertó, el partido era una completa pesadilla.

Simeone ya había agitado su banquillo a los siete minutos de la segunda parte buscándole sangre a sus jugadores: Lemar por un Lodi a juego con la noche de horrible. Dos después, otro grito en la noche. Mario Hermoso, hasta entonces impecable, se subía al tren de los horrores: no acertó a despejar ante Volland que volvió a dejar a Oblak tendido en la hierba. Lo taladró con un derechazo ajustadísi­mo al primer palo. Y Simeone no tenía vendas en el banco para tanta herida.

Ya lo decía Murphy: “Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Y lo de su equipo en Leverkusen sólo podía ir a peor por mucho que, en quince minutos,

Acompletar­a sus tres cambios y recordara que en el banquillo tiene a un tipo que se llama Vitolo con más fútbol e intención que aquel antes conocido como Costa y ahora sólo su sombra. O que hay otro apellidado Herrera que es veterano de guerra y no se arruga en las noches de pesadilla. Con ellos, y sobre todo con Lemar, mejoró el Atlético y por lo menos tuvo el balón, un córner, una llegada al área. Al menos pareció despertar de verdad y tratar de jugar. Era el minuto 74’. Sus partidos de 45 minutos reducidos a sólo 25. Delirante. Cholo, tenemos un problema.

Y de pronto Felipe comenzó a cojear y el Atleti ya había agotado los cambios. Y el Leverkusen comenzó a lanzar otra vez los córners silbando sobre la portería de Oblak como cuchillas de Freddy Krueger. Un Oblak desconocid­o, que fallaba en las salidas, que se desquiciab­a, que agarraba de la camiseta a Tah. La tangana que se formó la disolvió salomónica el árbitro con cuatro amarillas. Cinco minutos después su mano regresaba al bolsillo: roja a Amiri. Y a eso se agarró el Atleti porque, de pronto, se vio en medio del horror de Kurtz en El corazón de las tinieblas, con la nana, las carracas y abajo en el marcador 2-0 y se rebeló contra el destino con lo que mejor le sale: la heroica. Sus dos minutos de furia pudieron cambiarlo todo, empatarlo, pero sólo fue maquillaje. En el 93’ marcó Morata y en el 95’ estampó el balón en la pierna de Hradecky. Acababa el partido. Y las malditas carracas seguían sonando.

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Morata se lleva las manos a la cara lamentándo­se de su error en la última jugada del partido en la que pudo empatar. Ante él, Lemar y Vitolo caminan también de hombros bajos.
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