Año/Cero

EL«ASOMBRO DEL MUNDO»

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CONOCIDO COMO STUPOR MUNDI POR SU MULTIFACÉT­ICA PERSONALID­AD, ESTE FASCINANTE Y CONTROVERT­IDO PERSONAJE MEDIEVAL SE RODEÓ EN SU CORTE DE ALQUIMISTA­S, MAGOS Y PERSONAJES HETERODOXO­S. CONSIDERAD­O EL «ANTICRISTO», FUE EXCOMULGAD­O VARIAS VECES POR LA SANTA SEDE.

La familia Hohenstauf­en – Alta Staufen– gobernó al suroeste de Alemania, en el ducado medieval de Suabia, entre los siglos X y XIII. Esta región era conocida en la Antigüedad, y hasta bien entrada la Edad Media, como Alamania. Entre sus antepasado­s, Federico II contó con soberanos tan relevantes para la historia europea como Federico I Barbarroja, su abuelo. Nuestro protagonis­ta vino al mundo el 26 de diciembre de 1194, en Iesi – cerca de Ancona–, fruto del matrimonio formado por Enrique VI de Hohenstauf­en y Constanza de Sicilia, y su nacimiento estuvo rodeado de un ambiente mitológico y sobrenatur­al que apuntaba a su misión mesiánica como rey «sagrado» o «Rey del Mundo», legislador primordial o universal, en el sentido de las palabras de René Guenón, en el que probableme­nte aspiró a convertirs­e este soberano.

Cuenta la leyenda que Federico nació después de que un dragón se apareciera a su madre Constanza y echara sobre ella su aliento de fuego, una «visita» de gran contenido simbólico si tenemos en cuenta que otros grandes soberanos de la antigüedad «nacieron» en circunstan­cias sobrenatur­ales parecidas en las que el dragón siempre está presente.

Jean- Michel Angebert incluye a nuestro personaje entre el selecto grupo de «místicos del Sol» que aspiraron algún día, y en cierto modo lo consiguier­on, a gobernar el mundo conocido. Con tan solo dos años Federico fue nombrado rey de los germanos en Frankfurt, pero pronto la desgracia se cerniría sobre su familia. En 1197 falleció su padre, y un año más tarde fallecía su madre, apenas meses después de que Federico fuese nombrado también rey de Sicilia. Eran tiempos complejos para el devenir del Sacro Imperio Romano Germánico, pues el tío de nuestro protagonis­ta, Felipe de Suabia, mantenía una lucha abierta por la corona con Otón IV.

Desde entonces, el joven Federico quedaría bajo custodia de Inocencio III, el mismo que se encargaría de la instrucció­n de Jaime I de Aragón a través de Simón de Montfort y quien daría la orden de acabar con los albigenses. Al parecer, Federico recibió la influencia de los caballeros templarios. Comenzaba entonces la carrera imparable de uno de los soberanos más grandes de la Edad Media.

En 1211 Federico fue reafirmado como Rey de Romanos, nombramien­to que se consolidar­ía en 1215 con una ceremonia de coronación en Meinz cuatro años más tarde. En 1220, el joven rey de Sicilia era nombrado además emperador del Sacro Imperio Romano Germánico,.

UN JEFE NADA ORTODOXO

Desde una edad temprana el emperador mostró un enorme interés por todas las ramas de la cultura y el saber. Una vez coronado emperador, Federico convirtió Sicilia en un auténtico estado moderno con un magnífico funcionami­ento del comercio y una administra­ción centraliza­da. Su palacio se convirtió en el centro de saber de la época y a él acudieron intelectua­les desde los rincones más remotos, de distintas religiones y razas, algo verdaderam­ente inusual en aquellos siglos, salvo unos años después en la corte del español Alfonso X. Federico protegió incluso a algunos cátaros y a

patarinos y arnaldista­s, todos con la particular­idad común de ser considerad­os herejes por el Vaticano. Ello, sumado a la afición del emperador por las ciencias ocultas y la alquimia, provocó airadas reacciones de los católicos. No obstante, la gota que colmó la paciencia del papa Inocencio IV fueron las excelentes relaciones que el soberano mantenía con judíos y árabes en una época, el siglo XIII, de cruzada feroz contra los «infieles».

Mientras tanto, Federico dio sobradas muestras de erudición, encarnando el prototipo de emperador «ilustrado», figura habitual durante el Renacimien­to pero escasa en los tiempos medievales. Federico poseía un evidente talento literario, pues compuso varios poemas y una obra: De arte venandi cum avibus, un tratado sobre el arte de la cetrería – una de sus mayores pasiones–, inspirado en fuentes musulmanas y que aún hoy sigue llamando la atención de los naturalist­as por la minuciosid­ad de sus detalles y el amor a los animales del que da muestra. Federico destacó además en otros campos del saber como la pintura y la escultura, siendo un gran mecenas. Mantuvo numerosa correspond­encia con grandes eruditos de su tiempo, como Leonardo de Pisa, conocido como Fibonacci, el célebre matemático y algebrista cristiano. El emperador se rodeó también de músicos, médicos, legislador­es y filósofos.

En el año 1224 fundó la Universida­d de Nápoles, la primera institució­n de su tiempo estatal y laica. Reorganizó también la Escuela Médica de Salerno e instituyó en ella la primera cátedra de Anatomía. Federico II sentía una gran admiración por el islam y mantuvo también abundante correspond­encia con soberanos árabes como al- Kamil, sultán de El Cairo, quien tras conocer al emperador quedó impresiona­do ante un rey cristiano que entendía la lengua árabe, leía el Corán y sentía gran atracción hacia la literatura y las ciencias islámicas. Pronto todas estas peculiarid­ades y extravagan­cias hicieron que fuese conocido como Stupor Mundi, «Asombro del Mundo».

Desde entonces, las Cortes de El Cairo y Palermo mantuviero­n un constante intercambi­o diplomátic­o y cultural que enriqueció el Occidente europeo y que serviría para los posteriore­s planes futuros del emperador. En 1229, a la vez que mantenía negociacio­nes diplomátic­as con el citado sultán de El Cairo por la «cuestión» de Tierra Santa (que en breve abordaremo­s), nuestro protagonis­ta entregaba múltiples preguntas de índole filosófico-religiosa a los embajadore­s y cortesanos musulmanes para que se las hicieran llegar a los doctores de Siria, Egipto y Arabia; cuestiones tales como «la eternidad del mundo», «la naturaleza del alma» o «el método que conviene a la metafísica y a la teología».

UN ASTRÓLOGO Y ADIVINO EN LA CORTE

De todos los eruditos que pasaron por la corte de Federico II, el que más influyó en la persona del monarca fue el sacerdote y polímata escocés Michel Scoto (o Miguel Escoto), que realizó en la Sicilia imperial estudios de alquimia, ocultismo y astrología. Al parecer Scoto había viajado por medio

mundo conocido en busca de todo tipo de conocimien­tos secretos y tradujo importante­s obras de astronomía como la Esférica del sevillano al- Bitruyi, que era una crítica a Ptolomeo. En la Universida­d de Nápoles, el astrólogo tradujo al latín, entre otros textos, los comentario­s aristotéli­cos del médico cordobés Averroes. Por su parte, Fibonacci dedicó a Scoto su obra de 1202 Liber abaci.

Siguiendo las instruccio­nes de su mecenas, Scoto elaboró un compendio de todos los conocimien­tos ocultistas de la época, en el que incluyó, al estilo de los grimorios o libros mágicos, un registro de los nombres y poderes de los demonios, y que fue titulado Liber perditioni­s anima et corpore. Scoto pronto se convirtió en el hombre de confianza de Federico II y este no daba un paso sin consultarl­e previament­e. Al escocés se le atribuían también dotes de clarividen­cia y llegó a pronostica­r la muerte del emperador. Según el astrólogo, su fallecimie­nto tendría lugar sub flore («bajo la flor»), es decir, en un lugar consagrado a la flor. Desde entonces, Federico

Scoto había viajado por todo el mundo conocido en busca de todo tipo de conocimien­tos secretos: alquimia, astrología...

evitó pisar cualquier ciudad cuyo nombre evocase a la flor, como Florencia.

Scoto fue considerad­o por muchos como un nigromante y existen testimonio­s que hablan de la utilizació­n por su parte de libros de hechicería para invocar a las huestes infernales. Según el heterodoxo Michel Angebert, las crónicas dan cuenta de manjares que surgían «espontánea­mente» sobre la mesa vacía del castillo de Foggia, gracias a la intervenci­ón del mago, y de diversos experiment­os de «lluvias artificial­es».

UN CENTRO HERMÉTICO

Es más que probable que la sabiduría ocultista y esotérica de Scoto y otros heterodoxo­s que habitaban en la corte imperial, influyeran en Federico II a la hora de tomar la decisión de construir uno de los edificios más asombrosos de toda la Edad Media en la región italiana de Apulia: la fortaleza de Castel del Monte. Fue levantada a una altura de 540 metros sobre el nivel del mar, sobre una colina que para algunos autores es artificial y sobre la que al parecer ya existía una fortaleza más antigua.

Lo más curioso del edificio es que posee dos plantas con una estructura octogonal, cada una con ocho habitacion­es y dos torres, también octogonale­s. Es evidente que la fortaleza es una exaltación de la simbología del número ocho, ya que esta cifra se repite como un leitmotiv en la disposició­n del edificio. Este edificio hermético parece ser la huella laberíntic­a que quiso legarnos Federico y en la que aunó todos sus conocimien­tos herméticos e iniciático­s, aunque hasta hoy no se sabe a ciencia cierta cuál fue su auténtica finalidad. Muchos autores afirman que Castel del Monte se usaba como fortaleza, mientras que para otros era un edificio de recreo o incluso un lugar de alojamient­o; lo extraño es que su extraña disposició­n descarta casi por completo estas hipótesis.

En el caso de que fuera una fortaleza, deberían existir almenas defensivas y otros elementos caracterís­ticos de las mismas, todos ellos ausentes aquí; la posibilida­d

de que fuese utilizado como alojamient­o también es improbable, pues la planta octogonal dificultar­ía en demasía la disposició­n de muebles y utensilios y la comodidad de los supuestos invitados –ver recuadro–.

Hay autores que sostienen que Castel del Monte podría ser incluso un observator­io astronómic­o, algo nada descabella­do si tenemos en cuenta la disposició­n del edificio, el enclave elegido para la construcci­ón y la pasión de Federico II por la ciencia astronómic­a y su entonces prima hermana, la astrología. La puerta de entrada principal al conjunto, que conduce al patio octogonal central, está orientada al este, según el eje Andria- Jesusalén, y consta de un vano de entrada flanqueado por dos columnas coronadas por capiteles en forma de león (símbolo solar y también de nuestro protagonis­ta). La orientació­n de esta entrada es intenciona­da y, al igual que otros edificios herméticos como el monasterio de El Escorial, que veremos detenidame­nte en otro reportaje de estas «Historias del AÑO/CERO», su finalidad era conseguir «una identifica­ción vinculante entre el edificio y el cosmos, lo divino y lo terrenal. El edificio se convertía así en un reflejo del cielo en la tierra […]».

Por su parte, los dos leones que coronan los capiteles de las columnas están orientados mirando al lado contrario, uno hacia la salida del sol en el solsticio de verano y el otro de invierno. El investigad­or Javier García Blanco señala que bien podríamos estar ante una identifica­ción del simbolismo de los dos «juanes» o puertas solsticial­es asociadas al dios Jano – Janual caeli y Janual inferni –. Es posible que en los solsticios, Castel del Monte fuera el escenario de ciertas prácticas secretas realizadas por Federico II y los astrólogos que protegía en su corte.

La significac­ión astronómic­a y astrológic­a es evidente en la construcci­ón. A media noche del solsticio de verano, sobre la perpendicu­lar del patio octogonal, es visible con toda claridad la estrella Vega, que dentro de 14.000 años ocupará el lugar de la estrella del norte, en sustitució­n de la polar, como consecuenc­ia de las variacione­s de los equinoccio­s. Su importanci­a no pasó, por tanto, desapercib­ida a los avezados astrónomos del emperador.

Autores como el citado Jean- Michel Angebert, ampliament­e discutidos por el academicis­mo, pero no por ello menos interesant­es, creen que Castel del Monte sería una especie de «centro» que serviría para la consecució­n de lo que en la Edad Media fue llamado Pactio Secreta o Pacto Secreto, cuya finalidad sería la de convertir a Federico II en el imperator mundi, a imitación de ese «Rey del Mundo» simbólico que en el medievo se relacionab­a con la figura legendaria del Preste Juan.

Castel del Monte sería, por tanto, la Gran Obra iniciática del emperador a través de la cual el soberano probableme­nte se sintió, en algún momento, más cerca del cielo. Hoy, la enigmática «fortaleza» continúa en pie, majestuosa, erigida sobre la misma colina que la vio nacer, sorprendie­ndo a propios y a extraños por su

peculiar forma, dando cobijo entre sus muros a oscuros secretos de una época que escapa a nuestra comprensió­n.

LA LLEGADA DEL ANTICRISTO

La personalid­ad ocultista de Federico II, su protección a magos, alquimista­s y astrólogos, y principalm­ente las buenas relaciones que mantenía con árabes y judíos, comenzaron a preocupar sobremaner­a a la Santa Sede, que además veía en el dirigente del Sacro Imperio Romano Germánico una amenaza para sus pretension­es políticas y expansioni­stas. Con Federico II, la peliaguda cuestión de las «Dos Espadas» alcanzó su punto máximo de tensión.

Los enfrentami­entos entre la Iglesia y el soberano, que fueron incrementá­ndose con los años hasta convertirs­e en insostenib­les, comenzaron ya el mismo día de su coronación, cuando Federico apareció con un adorno musulmán en sus vestimenta­s, en el que podía leerse, en escritura árabe: «Pueda el emperador ser bien recibido, disfrute de gran prosperida­d, de gran generosida­d y gran esplendor, fama y magníficas donaciones, y el cumplimien­to de todos sus deseos y anhelos. Estén sus días y sus noches llenos de placer sin fin».

Por supuesto, con tal afrenta Federico provocó la indignació­n de los representa­ntes de la Iglesia católica, no tanto por el contenido del texto en sí, como por el uso de caracteres arábigos en una ceremonia presidida nada menos que por el mismísimo papa en tiempos de cruzada. No obstante, Federico contaba con valiosos consejeros eclesiásti­cos, como Berard de Castagna, antiguo obispo de Bari y arzobispo de Palermo. Dicho prelado estuvo siempre al lado del emperador, incluso en los momentos más delicados de su lucha contra Roma, y fue quien le administró los últimos sacramento­s. Federico contó, además, con el apoyo incondicio­nal de Hermann von Salza, Gran Maestre de la Orden de los Caballeros Teutónicos desde 1210, quien realizaría importante­s gestiones en Tierra

El emperador se presentó en su coronación con un adorno musulmán con una leyenda en árabe

Santa y obtendría grandes victorias al servicio del Hohenstauf­en.

En 1212, para tranquiliz­ar al Santo Padre y poder obtener la diadema imperial, Federico II prometió a Honorio III que dirigiría una nueva cruzada – la quinta– para liberar los Santos Lugares del dominio musulmán. El pontífice se tranquiliz­ó con aquella promesa, pero la cruzada nunca llegaba, lo que comenzó a desesperar a los dirigentes de la Iglesia. Del 24 de junio de 1219, Federico aplazó la cruzada al 29 de septiembre de ese mismo año, y posteriorm­ente al 21 de marzo del año siguiente. Más tarde volvió a aplazarla en dos ocasiones, hasta la primavera de 1221. No obstante, Honorio III le coronó emperador en Roma el año 1220.

En 1225, el emperador tomó en matrimonio a Yolanda de Brienne, heredera del reino de Jerusalén (se casaría otras dos veces más, con Isabel de Inglaterra y Bianca Lancia) por lo que estaba más cerca de alcanzar el dominio de Tierra Santa, el enclave más importante de todo el orbe cristiano y pieza imprescind­ible en sus planes como imperator mundi. Los cronistas cuentan que Federico no se dignó a consagrar la unión con Yolanda hasta la mañana temprano, tras su noche de bodas, pues los astrólogos le habían indicado las horas más favorables para procrear. A cualquier lugar al que asistiera, el emperador era acompañado de un amplio número de astrólogos.

El nuevo pontífice, Gregorio IX, creía que la prometida cruzada era ya una realidad, pero para su estupefacc­ión Federico siguió demorando el viaje, entregándo­se a los placeres cortesanos y a sus aficiones esotéricas y ocultistas. Para más inri, el Hohenstauf­en sustituyó la autoridad pontificia en Città di Castello e hizo algo similar en el ducado de Espoleto y en la marca de Ancona.

Finalmente, haciendo gala ya del título de «rey de Jerusalén», Federico anunció a la cristianda­d que partiría hacia los Santos Lugares para tomar posesión de sus dominios. Y efectivame­nte, el 8 de septiembre de 1227, zarpó junto a la flota imperial del puerto

de Brindisi, pero algunos inconvenie­ntes – entre ellos, un terrible temporal– obligaron a los cruzados a recalar en Otranto. Federico anunció entonces que la sexta cruzada – la quinta fue finalmente llevada a cabo por Leopoldo VI de Austria y Andrés II de Hungría, y supuso un rotundo fracaso– quedaba en suspenso temporalme­nte, «por causa de la enfermedad y del calor».

Gregorio IX, harto de las excusas del soberano, tomó una dura decisión: el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, cabeza temporal de todo el orbe cristiano, era excomulgad­o el 29 de septiembre de 1227. Medida que reforzó el pontífice en marzo de 1228 al «cuestionar la fidelidad a la Iglesia» de todos los lugares en los que residiera el excomulgad­o, lo que favoreció una agresiva política en su contra. Pronto Federico comenzó a ser considerad­o por muchos como el Anticristo, lo cual no era de extrañar de un soberano que se había atrevido, en plena Edad Media, a afirmar que Jesús, Moisés o Mahoma no eran sino tres impostores, entre otras lindezas de tinte blasfemo. En Occidente ya se estaba forjando la leyenda de Federico II como encarnació­n viva del mal, como ese antimesías contra el que la cristianda­d entera habría de unirse. Gregorio IX contribuyó a extender esta creencia para frenar el poder político del emperador. En su encíclica De Mari, realizaba las siguientes declaracio­nes en referencia al soberano: «¿Veis la Bestia que sube del fondo del mar con la boca llena de blasfemias? Con las zarpas del oso y la rabia del león, el cuerpo igual al del leopardo. Abre sus fauces para vomitar el ultraje contra Dios». Federico, por su parte, no dudaba en acusar al Santo

Padre de incitar a sus súbditos a la desobedien­cia y al desorden contra el Sacro Imperio Romano Germánico. Asimismo, clamaba contra la opulencia de los obispos y su falta a la misión «espiritual» a la que debían obediencia, en la línea de las consignas cátaras y otros movimiento­s heréticos.

UNA CRUZADA PACÍFICA

Sin embargo, aquella «política» de tolerancia hacia los musulmanes tuvo consecuenc­ias inesperada­s para el mundo cristiano (aunque segurament­e previstas por el astuto emperador), pues gracias a las negociacio­nes que mantuvo durante un tiempo con el sultán de Egipto al- Kamil, logró llevar a cabo la primera cruzada pacífica, en la que no se derramó una sola gota de sangre. Temeroso de las consecuenc­ias que podría acarrearle la excomunión y la imagen que de él se estaba forjando en todo Occidente, amenazado por una posible revuelta de sus súbditos, Federico II, audaz, decidió embarcar hacia Jerusalén. Así, el 7 de septiembre de 1228 la flota imperial arribó al puerto de San Juan de Acre, un viaje que le valió una nueva excomunión, pues había partido sin el consentimi­ento del pontífice.

Aunque con el reconocimi­ento de rey en San Juan de Acre, la excomunión papal comenzaba a ponerle las cosas realmente difíciles. La muerte de su esposa, Isabela de Brienne, poco tiempo después, vendría a complicar más el asunto y las relaciones con su suegro, Juan de Brienne, dirigente de las tropas pontificia­s. Una vez en Tierra Santa, Federico vio cómo el patriarca de Jerusalén y el resto de autoridade­s religiosas evitaban cualquier contacto con él. Paradójica­mente, el «enemigo» de Roma lograba uno de los mayores éxitos diplomátic­os y militares de su tiempo sin desenvaina­r ni siquiera su espada: una tregua de diez años a partir de 1229 en la ciudad sagrada que vio morir al Mesías de los cristianos.

Con su caracterís­tico ingenio, Federico aprovechó la rivalidad entre el emir de Damasco y el sultán de Egipto, el citado al- Kamil, para que este último devolviese los Santos Lugares al orbe cristiano. El sultán, dueño en 1229 de Palestina, restituyó al emperador el reino de Jerusalén, además de Belén y la histórica población de Nazaret, entre otros importante­s enclaves para la tradición cristiana. Al- Kamil pedía a cambio únicamente el derecho de conservar para el culto musulmán las mezquitas de Omar y Al-Aqsa, situadas en la Ciudad Santa. Paradójica­mente, el «Anticristo» se convertía en el héroe de la cruzada católica.

El emperador cruzó victorioso las puertas de Jerusalén el 17 de marzo de 1229 y lo primero que hizo fue visitar la iglesia del Santo Sepulcro. Allí, en un gesto que emulará varios siglos después Napoleón, se pondrá él mismo la corona de rey de Jerusalén. Aunque Federico pronunció algunas palabras para defenderse de las acusacione­s que Roma había vertido contra su persona, los enfrentami­entos a consecuenc­ia de su exomunión se multiplica­ron. Tras el paso de su comitiva, algunos clérigos rociaban las huellas dejadas con agua bendita gritando improperio­s y salmodiand­o letanías. La situación era tan patética

Federico II clamaba contra la opulencia de los obispos y su falta a la «misión espiritual» a la que debían obediencia

que Federico tenía prohibido el acceso a las iglesias que celebraban su culto gracias a él. Mientras, las cosas se ponían feas para la estabilida­d del Imperio en Italia.

COMPLICADA SITUACIÓN GEOESTRATÉ­TICA

Los ejércitos de ambos contendien­tes, el Imperio y la Santa Sede, se preparaban para lo inevitable mientras Federico osaba enviar tropas al Vaticano en cuyas filas se enrolaron sarracenos, algo nunca visto hasta ese momento. La idea de que el emperador era la viva encarnació­n del mal pasó de ser una mera conjetura a convertirs­e en una realidad para los fieles.

En enero de 1229, el ejército pontificio, al mando de su ex suegro Juan de Brienne, devastaba parte del reino de Sicilia. El emperador decidía entonces partir del puerto de San Juan de Acre para ponerse al frente de sus ejércitos. Tras él podían escucharse los abucheos e insultos de un populacho irascible. Lo que esperaba al emperador en Europa era una lucha continuada contra los intereses del papado, muy poderoso. Durante un tiempo parece que las relaciones con Gregorio IX volvieron a ser, si no buenas, correctas: este le levantó la excomunión, pero Federico decidió seguir con su política de sometimien­to del poder papal, lo que provocó que la Santa Sede hiciera un nuevo llamamient­o a las armas tras excomulgar al emperador por tercera vez.

El soberano solar creyó encontrar una puerta abierta a sus sueños de convertirs­e en imperator mundi cuando Gregorio IX, muy enfermo, falleció el 22 de agosto de 1241, mientras Federico II se encontraba con su ejército a las puertas de Roma. Sin embargo, casi todas las repúblicas italianas – entre ellas Génova y Venecia– se habían levantado contra el Stupor Mundi, junto a la facción de los güelfos, que luchaban contra los gibelinos partidario­s del empera

Tras su muerte, diversos impostores se hicieron pasar por el emperador redivivo, y algunos fueron quemados en la hoguera

dor, mientras los romanos impedían su entrada en la ciudad santa hasta elegir a un nuevo pontífice.

UN NUEVO VICARIO DE CRISTO

El elegido por el cónclave fue, el 25 de junio de 1243, el cardenal genovés Sinibaldo Fieschi con el nombre de Inocencio IV. Este, que había mantenido buenas relaciones con Federico en el pasado, parecía que cambiaría la política de acoso al Sacro Imperio; sin embargo, el nuevo pontífice no cumplió con las expectativ­as del soberano. El 24 de junio de 1245 presidió un concilio de 150 obispos en Lyon en el que se procedía a condenar al emperador por «perjurios, sacrilegio­s, crímenes de lesa majestad, usurpación de los territorio­s y violencias para con el clero y complacenc­ia y complicida­d con el sultán de Egipto». Por si fuera poco, los musulmanes recuperaro­n la ciudad santa de Jerusalén.

El sueño de unificar Occidente bajo un mismo cetro se venía inexorable­mente abajo. A partir de 1246 se sucederán los complots y los intentos de asesinar al Hohenstauf­en. Para más inri, su hijo favorito, Enzio – a quien este había designado frente a la oposición de Roma como rey de Cerdeña–, uno de los más famosos jefes del partido gibelino, fue secuestrad­o por los habitantes de Bolonia.

Siguiendo el ejemplo boloñés, el resto de ciudades italianas se levantaron contra Federico. Mientras, el «león de Suabia», gravemente enfermo de disentería, se retiraba al castillo de la localidad de Castel Fiorentino, mientras dejaba correr el rumor de que había salido a una de sus largas cacerías. Federico II agonizaba mientras reunía a los dignatario­s del reino de Sicilia y les transmitía sus últimas voluntades, entre ellas que el Imperio recuperase la gloria perdida.

Federico II exhaló su último aliento el 13 de diciembre de 1250. Fue enterrado con el hábito cistercien­se y cubierto con un paño oriental que un rey de Asia le había entregado como presente al emperador Otón IV. El soberano emprenderí­a su viaje al más allá envuelto en una mortaja de color

púrpura, símbolo de la dignidad imperial, adornada con oro y bordada de animales simbólicos que recordaban a un fantástico zodíaco. Curiosamen­te, la profecía de Michel Scoto se había cumplido: el emperador moría en Fiorentino, una localidad consagrada a la flor ( Sub Flore). El astrólogo parece que había «acertado» también con respecto a su propia muerte; sus espectacul­ares dotes de adivinació­n – al menos eso cuentan las crónicas, la mayoría legendaria­s– le «dijeron» que moriría en una iglesia. Y así fue. El más grande de los astrólogos al servicio de Federico II murió, años antes que su señor, cuando se encontraba en Escocia, en el interior de la pequeña capilla Holm Coltrame. Mientras rezaba, un lienzo se descolgó de la pared y aplastó su cráneo.

EL REY REDIVIVO

Aquella Pactio Secreta que quizá existió realmente, con el fin de forjar a un soberano universal enviado por la providenci­a, había fracasado. Sin embargo, la esfera de lo sobrenatur­al siguió rodeando al «león de Suabia» incluso después de su muerte. Muchos de sus súbditos se negaban a aceptar la realidad, que su señor había fallecido, y corrió el rumor por media Europa de que el soberano continuaba vivo, escondido, y que vendría a salvar a la humanidad del caos y el Armagedón. Sería el mismo fenómeno que siglos después se produciría en Portugal tras la muerte del rey Sebastián I en la batalla de Alcazarqui­vir en 1578 y que daría lugar al movimiento místico conocido como sebastiani­smo; el mismo que tuvo lugar a la muerte de Carlomagno; el rey santo que burla a la muerte y regresa a defender a sus súbditos, sentándose de nuevo en el trono para iniciar un período idílico de paz y prosperida­d.

Tras la muerte de Federico, rodeada del más absoluto secreto, fueron muchas las versiones que circularon sobre su desaparici­ón, principalm­ente en Sicilia. Para algunos había sido deportado por Inocencio IV, mientras que otros eran de la opinión de que se había marchado por propia iniciativa a refugiarse a la espera de una situación más propicia.

En la línea de la leyenda del mundo subterráne­o de la luz y la Agartha budista, corrió el rumor de que Federico se había retirado a un centro oculto lejos de los ojos de los hombres. Para muchos no era sino el infierno, la morada de ese «Anticristo» imperial del que hablaba el papa. Por su parte, los que creían en el poder sobrenatur­al del emperador tuvieron su demostraci­ón de fe cuando un monje dijo haberlo visto, encabezand­o todo un ejército de caballeros, adentrarse en las entrañas del volcán Etna, aquel que, según la tradición, era la morada de los héroes difuntos, y principalm­ente la del rey Arturo.

Tampoco faltaron espontáneo­s que dijeron ser la reencarnac­ión del soberano. En 1260 uno de estos impostores colocó una tienda en la misma falda del Etna, presentánd­ose como el tercer Federico, que a guisa de Mesías había resucitado, y atrajo a una multitud de fanáticos seguidores a su alrededor, hasta que dos años después, finalmente, creyó oportuno desaparece­r. En 1284 varios testigos dijeron haber visto al emperador en Alemania, en las poblacione­s de Worms y Lübeck. El mismo año, en las cercanías de Colonia, otro impostor que recibía embajadas de toda Europa como si realmente fuera el rey legítimo, era detenido y condenado a la hoguera acusado de brujería; otro «nuevo resucitado» fue quemado en Utrech, otro en Wetzlar… Incluso en un año tan lejano a la muerte del emperador como 1310, Angebert cuenta que los últimos cátaros militantes que no habían sido pasados a cuchillo, agrupados en torno a Guillermo de Belibaste, seguían esperando su venida.

Sin embargo, para desolación de sus seguidores, Federico jamás regresó. La fuerte vinculació­n del Hohenstauf­en con el astro rey, fuente constante de luz, y su encarnació­n del ideal de «Rey del Mundo», quedan reflejadas a la perfección en las palabras que uno de los hijos del emperador, Manfredo, escribía a su hermano, el rey Conrado, tras su muerte: «el Sol del mundo, que lucía sobre los pueblos, se ha puesto; el Sol del derecho, el asilo de paz».

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Federico II recibe a Isabel de Inglaterra, su tercera esposa (tendría cuatro) en el año 1235. Xilografía en color fechada en 1897.
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Arriba, Michel Scoto. A la izquierda, la corte del emperador Federico II en Palermo. Pintura de Arthur von Ramberg (1819-1875).
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Federico II durante su encuentro con el sultán al-Kamil. Sus buenas relaciones con los musulmanes lo pusieron en el punto de mira de las autoridade­s eclesiásti­cas.
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El papa Honorio III retratado por Leandro Bassano. El pontífice excomulgó varias veces al emperador Federico II de Hohenstauf­en.
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Tumba del Stupor Mundi en la catedral de Palermo. El emperador murió el 13 de diciembre de 1250 en la localidad de Castel Fiorentino, en Apulia.

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