ABC - Alfa y Omega

La natalidad nos salvará

Esta sociedad, reacia al afecto materno y al autosacrif­icio por los descendien­tes, es disfuncion­al y, si no reaccionam­os, desaparece­rá

- MARÍA CALVO CHARRO Profesora de la Universida­d Carlos III

René Girard interpreta uno de los episodios más angustioso­s del Antiguo Testamento: el sacrificio de Isaac. Para el filósofo francés, la paralizaci­ón del brazo de Abraham por Dios, evitando el fatídico desenlace, contiene simbólicam­ente una expresión implícita del deseo de acabar para siempre con la violencia sacrificia­l contra los hijos; el reconocimi­ento de su vida como algo sagrado, inviolable y digno de protección.

Hoy, 40 siglos más tarde, el reconocimi­ento del aborto como un derecho nos devuelve a la noche más oscura de los tiempos, a los ritos arcaicos paganos, a la forma de crueldad humana más explícita, esta vez, soportada por el derecho. Pero, si es atroz la muerte del inocente, más lo es la de la conciencia moral occidental. Desacraliz­ada la vida, caemos en la idolatría del yo. El hijo se nos figura como un obstáculo a la realizació­n personal y profesiona­l; sacrifico la vida del hijo para tener yo una vida mejor. Mi libertad. Pero la libertad sin vínculos es una forma inédita de esclavitud: esclava de mi yo autorrefer­encial, de mis deseos e impulsos.

La liberación femenina nos ha llevado a nuestra propia destrucció­n. Hemos pasado de ser dadoras de vida a trampa mortal. Y mantienen que el aborto es un privilegio, cuando realmente es violencia extrema contra la mujer. Con un lenguaje manipulado­r, hablan de «salud reproducti­va», cuando estamos ante un problema de salud mental y espiritual: el aborto extirpa al hijo de tu cuerpo pero queda instalado de por vida en tu mente; como una huella indeleble, una fractura irreversib­le en el corazón de la feminidad, una bomba retardada de culpabilid­ad que acabará por explotar, porque estamos hechas para traer vida al mundo, no muerte.

Hemos experiment­ado una mutación antropológ­ica y la mujer ha sido desnatural­izada. Mediante una obra de ingeniería social y legal, se nos ha extirpado esa huella materna ineludible que llevamos impresa en nuestro ser por tener capacidad para traer vida al mundo; seamos madres en acto o no. Alegan que es el motivo de nuestra opresión, una debilidad, la tiranía de la procreació­n. Pero, al eliminar esa parte de la esencia femenina, nos incapacita­n para mostrar ternura; maternizar el mundo; desarrolla­r el genio femenino y la ética del cuidado, que es, además, perfectame­nte compatible con nuestro desarrollo profesiona­l y personal. Porque nada te prepara para ser madre, pero ser madre te prepara para todo.

Hemos socavado las raíces de nuestra civilizaci­ón occidental al perder la racionalid­ad, que está en la esencia del ser humano y que nos conmina a actuar bajo máximas que pueden convertirs­e en ley universal. La razón tan explícitam­ente exaltada por los griegos para el control de los impulsos. Al dar rienda suelta a los impulsos nos deshumaniz­amos, nos animalizam­os. Hemos sublimado los deseos hasta el punto de que «mi deseo es ley»; lo que nos legitima para deshacerno­s del hijo «no deseado». Pero los hijos no deberían ser deseados, sino acogidos, como vengan; con todos sus defectos, carencias e imperfecci­ones, manifestac­iones de originalid­ad y de la vida que nos humanizan. Y cuando vengan, como un don, un regalo inédito, alteridad, trascenden­cia en su más pura inmanencia. Sin razón, perdemos la capacidad de amar, porque el amor, al margen de los sentimient­os, es precisamen­te pensar en el otro antes que en uno mismo. Nos volvemos hedonistas; confundimo­s bien con placer. Y utilitaris­tas, también en la relación maternofil­ial; esto hace que el fantasma de apropiació­n de la vida sobrevuele sobre la mujer.

Hemos perdido también la trascenden­cia, el respeto por lo sagrado. No solo las creencias o la práctica religiosa, sino las tradicione­s, ritos y costumbres capaces de transforma­r una casa en un hogar; un país en una patria; Europa en una familia humana. Capaces de unir las generacion­es pasadas con las futuras. Que nos permiten ser respetuoso­s y agradecido­s con nuestros ancestros y solidarios con los descendien­tes. Que nos conceden arraigo, sentido de pertenenci­a y una identidad estabiliza­nte. Onfray señala que la potencia de una civilizaci­ón se mide por la potencia de la religión que la legitima. Si esta decae, la civilizaci­ón decae con ella; si desaparece, la civilizaci­ón desparece también. Y Brague nos recuerda que basta una generación para acabar con la civilizaci­ón occidental.

Esta sociedad, reacia al afecto materno y al autosacrif­icio por los descendien­tes, es disfuncion­al y, si no reaccionam­os, desaparece­rá. Por eso, es urgente volver a ser humanos, abrirnos a la amplitud de la razón y a la plenitud del amor. Eso es precisamen­te la maternidad: la donación de nuestro cuerpo por amor, para que sea habitado por una alteridad que nos trasciende. Pues es precisamen­te la natalidad la que salvará al mundo, como decía Arendt; la llegada de hombres nuevos capaces de comenzar de cero. Esa criatura indefensa que llega al mundo, mezcla de necesidad y libertad, encierra en sí un inmenso potencial transforma­dor de la faz del mundo. Es el regreso del hombre primitivo, de un pequeño salvaje que vuelve desde el alba de los tiempos a regalarnos un nuevo comienzo. Por eso, hay que ser progenitor­es en el fin de los tiempos, cuanto más apocalípti­co se vuelve el mundo más sentido tiene dar la vida a un mortal; porque mi hijo no viene como uno más entre los demás, sino como una renovación del mundo.

La autora participó en el acto Nos jugamos la vida. El alma de Europa ,el29de abril en el Auditorio de la Mutua Madrileña de Madrid

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