ABC (Sevilla)

La meca de los museos está al lado de Benidorm: los tesoros de Guadalest

▸Pulgas que andan en bicicleta, miles de saleros... Todo cabe en este pueblo de 273 habitantes y ocho museos

- BRUNO PARDO PORTO GUADALEST

He visto cosas que no creeríais más allá de Benidorm: una pulga en bicicleta, el Kremlin levantado sobre un fósil diminuto, niñas jugando sobre una espina de pescado. He visto a una mujer saliendo de una concha, una aldea construida sobre un hueso de aceituna, un artista retratado en un grano de arena. He visto un Belén de catorce toneladas, una pareja escalando la pata de un saltamonte­s, una ciudad para liliputien­ses, ladrillos hechos con máquinas de hacer chorizos.

He visto una sierra para partir hombres por la mitad, una máscara de hierro para un carnaval sin gracia, una aguja del tamaño de una espada para descubrir brujas. No he visto el mar. Muy por encima de los rascacielo­s del Mediterrán­eo, y hasta de la lógica tal y como la conocemos, a solo veinte kilómetros de la costa por una carretera retorcida como la montaña, se alza el castillo de Guadalest, una fortaleza construida por los musulmanes en el siglo XI donde el sol es más clemente y la belleza sobrevive en lo antiguo, en las formas sencillas. Lo que antes era un lugar de vigilancia es hoy una meca de las curiosidad­es que funciona durante todo el año con un éxito envidiable gracias al Imserso y a los turistas cansados de tanta playa.

Vamos a decirlo ya: el pueblo tiene doscientos setenta y tres habitantes y ocho museos. También es un baluarte de historias.

Al doblar la última curva, el antiguo castillo se erige imponente, pero el parking depara otras atraccione­s. En la primera esquina está el Museo de Saleros y Pimenteros, que también es un bar. Un gran letrero azul reza: «La sal de la vida».

Al fondo, más allá de las neveras y los congelador­es, de las mesas y los menús, el local custodia más de 20.000 saleros y pimenteros traídos de lugares recónditos y tiendas de souvenirs. Los hay de un metro de altura y del tamaño de una uña, humildes y hechos con diamantes, con forma de animales (gorriones, zorros, pingüinos, ranas, toros, dragones, tucanes), con motivos navideños, con motivos vegetales, con motivos robóticos. Hasta sin motivos pero con guasa (un cortador de césped). Cada vitrina es un horror ‘vacui’ mareante, prodigioso. Es difícil no pensar en banquetes multitudin­arios, en un Ikea grande como el universo del que nunca más vas a salir porque estás midiendo cuántos granos de arena caben aquí. Hay carteles que aderezan el recorrido, que es circular. Por ejemplo: «Todos los vertebrado­s tienen la misma cantidad de sal en sangre (nueve gramos por litro), lo que la hace cuatro veces más salada que el agua del mar». O este otro, sobre el salero más caro del mundo, que es el de Cellini: «La escultura está asegurada por sesenta millones de euros por Uniqa, una compañía de seguros de Austria».

Un vídeo informa de que esta es la mastodónti­ca colección de Andrea Ludden, una arqueóloga americana que en 2010 subió a Guadalest y dijo: sobre esta piedra edificaré mi museo. La cita no es literal y ella ya ha fallecido, pero su huella sigue aquí. Sheila Soler, que hoy lleva el museo, aún recuerda el día que un tráiler bloqueó la carretera de entrada a Guadalest para que unos hombres pudieran bajar caja a caja este tesoro milenario (cuantitati­vamente, se entiende). «Lo hicieron a las cinco de la mañana, para no molestar».

Su clientela, precisa, llega en autobús, y en autobús se va. «Viene gente de todas partes», celebra. Los letreros también están en inglés.

Todo en Guadalest esconde algo así: gestas pequeñitas pero entrañable­s, manualidad­es que son ya monumentos, obsesiones ligeras como el aire refresca la montaña. A pocos metros está el Museo Microgigan­te, donde te ofrecen una entrada doble para disfrutar también del Museo de Miniaturas: olé. En esas dos salas se extiende la obra y el empeño de Manuel Ussá, otro maestro del empecinami­ento. Un recorte antiguo de prensa lo describe como «el hombre que esculpió un elefante en los ojos de un mosquito». Otro dice: «Descartes, Newton, Huygens y otros sabios del capo de la luz y de la óptica se sorprender­ían con la técnica de Manuel Ussá». Y quién lo va a discutir.

La entrada está forrada de esas frases de otro tiempo en el que el asombro vendía más que el jaleo. Tres alemanes esperan su turno para ver las maravillas: pulgas vestidas de muy diversas formas, en diferentes posturas, un hombrecito domando un escarabajo (¿para qué los caballos?), ‘El entierro del conde de Orgaz’ en un grano de arroz (¿por qué no?). Hay que imaginarse al artista cansado de la enormidad del cosmos, recluido en sus interiorid­ades, lejos del ruido. «Meditando en su estudio, y observando a través de lupas y microscopi­os, descubrió la belleza de los ojos de los insectos, sus caparazone­s dorados, las semillas y parte de ese microunive­rso, que tiene la mayor diversidad de nuestro planeta», se lee en un folio plastifica­do. Y así.

Pero tal vez la gran historia de Guadalest sea la de Antonio Marco, que tiene un museo que podría ser una biografía y que concreta, también, el espíritu de este pueblo. El museo está construido en la roca de la montaña, como una cueva con puerta, y hoy lo regenta su hijo, Samuel, que es quien cuenta y cuida el legado de Antonio.

El resumen podría ser este: un niño de 8 años está aburrido y prueba a fabricarse sus propios juguetes; pasan setenta y cuatro años y el niño sigue haciendo lo mismo.

En esos setenta y cuatro ha fabricado tantas casas, iglesias, salones, sillas y miniaturas que su obra ocupa tres museos y aun así rebosa.

«Era un ‘hobby’ de doce horas al día», ríe Samuel.

¿Por qué? Porque sí. Antonio se contaba bien: «Me defino como un artista, artesano, miniaturis­ta y coleccioni­sta. Ejerzo mi profesión de forma vocacional y apasionada, obsesionad­o por la perfección. La gente comenta que soy muy trabajador, pero quien dice esto no sabe que se equivoca: yo no trabajo, yo «juego» 12 horas diarias».

Su hijo aún recuerda el día que, con cuarenta años, su padre reunió a su madre y su hermana y les informó de que iba a dejar de trabajar (era curtidor de pieles) para entregarse por completo a su vocación.

«Fue en 1992 cuando montamos el museo. Hasta entonces no había ganado nada con sus construcci­ones», precisa Samuel.

Ahora el Museo Antonio Marco recibe visitantes en las cuatro estaciones. Está dividido en tres plantas y es una celebració­n de la virguería. Cada ladrillo de cada casa de muñecas está fabricado a mano. Cada teja también. Y en esos materiales: hasta el cemento es cemento. El artista se encargaba de cocer el barro, el vidrio y de inventar las herramient­as necesarias para montar sus creaciones. Por eso hacen falta cuatro personas como mínimo para mover una casa de sitio. Y eso que todas están a una escala de 1:12... Todo lo hizo él: las naranjas a medio pelar encima de la mesa, las fotos diminutas que reflejan momentos de su vida (un guiño a los suyos), los platos, las vitrinas, los vasos… Y el embutido de la carnicería, que fue su última obra.

—¿Cuántas piezas puede haber aquí?

—Quién sabe. En una sola casa puede haber 20.000.

La estrella de la colección, la ‘Capilla Sixtina’ de Antonio Marco, está en la última planta: es un belén de catorce toneladas que se ambienta en el siglo XX porque «Jesucristo nació para todos los tiempos», como repetía él. Están las escenas fundamenta­les: la Anunciació­n, el Nacimiento, la llegada de los Reyes Magos, el castillo de Herodes... San José, claro, viste americana y pantalones de pana. Hay un tren que funciona y un estanque con peces a los que hay que alimentar. Y fuentes, cascadas y construcci­ones varias. La vegetación se riega, también. Por lo que sea, la estampa se parece sospechosa­mente a la de Guadalest. «Y ahí está la iglesia que hizo con ocho años», señala María Encarna, la mujer de Samuel, que se sube al belén para demostrar su resistenci­a como un prodigio. Y prueba superada.

Ya fuera, comenta: «Y desde aquí [está en la puerta] se ve el mar allí a lo lejos, pero hoy está nublado». Es lo único que no hace falta ver para creer.

En la retirada, al doblar la esquina (la vida está a golpe de esquina en Guadalest), aparece el Museo de Tortura Medieval, que en una pirueta del calendario abrió sus puertas en marzo, coincidien­do con la Semana Santa. Dentro, el suelo de madera cruje como amenazando derrumbe o fantasma o fuego. La colección no ayuda a la felicidad: jaulas colgantes, cinturones de castidad, un martillo que demuestra por qué la guillotina fue un avance (ay), cepos, sierras, mordazas y demás instrument­os del dolor.

Enrique Llorca, el dueño, continúa una saga familiar (la del museo, se entiende). «Lo abrimos para continuar con el negocio de la familia. Además, queremos mantener vivas las sombras de la historia», cuenta, colocándos­e el septum. Luego lo piensa y añade: «Y también es una oportunida­d de vivir aquí, en la montaña, lejos del ruido, lejos de los demás. Mi mujer y yo somos iguales: cuanto más lejos de la muchedumbr­e, mejor. Cuanto más alejados, más felices», remata. ¿Y no acaban así todos los cuentos?

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฀ Una máscara infamante
฀ Samuel y María Encarna, con el belén de 14 toneladas de Antonio Marco ฀ El último trabajo de Antonio Marco ฀ Una de las vitrinas del Museo de Saleros y Pimenteros de Guadalest ฀ Las ranas de la colección de Andrea Ludden ฀ El autorretra­to de Manuel Ussá en un grano de arena ฀ Una máscara infamante
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